Por Valentina Caballero Seri
En memoria de Marisel Bravi
¿Conocés ese dicho que asegura que las cucarachas serían las últimas en sobrevivir al fin del mundo? En el pueblo, a Marisel Bravi la llamaban así: la Cucaracha. No precisamente por inmortal. Ninguna mujer había cargado con tantas injurias, improperios y odios como ella. Algunos todavía la nombraban Marisel, pero para la mayoría era simplemente la Cucaracha, a la cual —como repetían con crueldad— “ningún polvo la mata”.

“En las últimas horas de la tarde del jueves 8, la joven Marisel Bravi (17 años) salió de su hogar para dirigirse, presumiblemente, al Colegio Nacional, donde sus compañeros estaban preparando una carroza para la próxima Estudiantina. No llegó a ese lugar ni regresó por la noche a su casa paterna, razón por la cual Delfino Juan Bravi, su padre —jubilado de EPEC—, formuló la pertinente denuncia policial”.
Nota del Semanario de Marcos Juárez, 15 de septiembre de 1994.
Marisel había sido adoptada por Delfino y Natalia con apenas unos meses de edad, y desde entonces fueron tres: el padre jubilado de la empresa eléctrica, la madre docente retirada y dedicada al hogar, y ella, la única hija, el centro de cada foto familiar.
Los Bravi tenían esa clase de comodidad que no necesita explicación. Bastaba entrar a su casa para percibirlo: el orden de los muebles, la mesa siempre lista, el aire sereno de quienes nunca se preocupan demasiado por el mañana. Dentro de esas paredes, Marisel creció entre cuidados y rutinas sencillas, envuelta en la tibieza de un mundo que parecía seguro.
Aunque el vínculo con sus padres se mantuvo distante, fue una hija querida y resguardada; ellos no dudaban en colmarla de atenciones y satisfacer cada uno de sus caprichos.
A los ojos de todos, era una adolescente feliz: fresca, luminosa, con esa mezcla de inocencia y rebeldía propias de la edad. Su risa se escuchaba cada tarde en la plaza, rodeada de los mismos amigos de siempre, como si el tiempo fuera infinito y nada pudiera interrumpirlo.
Cuando Marisel entró en la adolescencia, todo se complicó. En ese entonces, ella y su grupo pasaban la mayor parte del tiempo juntos; le encantaba salir de fiesta, juntarse por las tardes y, sobre todo, empezar a salir con chicos. Siempre había sido dueña de sus decisiones. No pedía permiso para desear ni para vivir como le nacía. Le gustaba la libertad, esa que en los pueblos chicos suele pagarse caro. Se vinculaba con hombres mayores, algunos casados, y con cualquiera que despertara su curiosidad.
Esa misma independencia le valió la condena de los demás: las mujeres la llamaban con desprecio, los hombres la buscaban en silencio. A veces desaparecía un par de días, no por miedo ni vergüenza, sino porque se marchaba con algún amante y regresaba cuando quería, como si el tiempo también le perteneciera.
Sus padres, sin saber cómo frenarla y queriendo mantener su reputación, la encerraban en su habitación con llave para que no saliera. Sin embargo, Marisel siempre encontraba cómo escaparse y salir a divertirse.
Su amigo más cercano fue Cristian. A pesar de la relación, Marisel no siempre le contaba lo que hacía; prefería omitir partes de sus historias o directamente callarlas. Él creía que, por miedo a que las esposas de sus amantes supieran de la situación, ella optaba por ocultar gran parte de sus relatos.
El 11 de enero de 1994, Marisel cumplió diecisiete años. Cristian relató que fue el mejor y peor año de su vida. Ese mismo año, junto con sus compañeros, estaban encargados de organizar lo que en ese momento era la celebración de la Estudiantina: una fiesta escolar que se celebraba el 21 de septiembre, donde se promovía el compañerismo, junto con carrozas, bandas y comida para compartir. Marisel estaba en la organización de la decoración, que iba a ser de temática selvática.
Vivían con una emoción contenida por la cercanía de la graduación, con esa sensación propia del último año de escuela en que el futuro parecía abierto y lleno de promesas. Pasado el receso de invierno, las ansias eran cada vez más grandes y la emoción no entraba en el cuerpo de esos adolescentes tan llenos de energía y carisma.
Paradójicamente, la vida de Marisel seguía siendo un calvario. Grafitis cubrían la ciudad con la frase: “Cucaracha puta”. Tal era el acoso hacia esa pobre adolescente, que aún hoy sorprende la magnitud del hostigamiento. No solo tapaba sus días, sino que era cada vez más intenso, a tal punto de estar en boca de todos.
Entre los varones del pueblo, la frase más repetida era: “Vamos a lo de Cuca a cogerla”.
Contextualizados en los años noventa, el acoso y la sexualización de las mujeres eran todavía peores que en la actualidad. Estaba tan normalizado que nadie hacía nada para terminar con la situación. Además, el pueblo—aunque pequeño—era conocido como el corazón productivo de la región: grandes estancias, emprendimientos agrícolas de alta escala y negocios familiares convertidos en emblemas de riqueza. La vida allí transcurría entre la tranquilidad de lo rural y el poder de quienes controlaban la economía local; una comunidad donde la abundancia y el estatus se percibían en cada fachada de ladrillo, en cada automóvil último modelo y en la manera en que la gente se movía con seguridad, consciente de su posición.
La tarde del jueves, un día como cualquier otro, el calor ya se hacía sentir. Los vientos en esa zona suelen ser fuertes en esa época. Los árboles alrededor de la Escuela Manuel Belgrano se movían como un barco en mar abierto, y se podía ver el sol a través de las hojas pegando en las ventanas de las aulas.
“A eso de las siete pasó por mi casa”, relató Cristian. Marisel había hecho una visita rápida, como solía hacerlo, ya que la escuela quedaba a solo tres cuadras de la casa en la que él todavía vive. Tomaron unos mates, como de costumbre, y el tiempo parecía diluirse en la nebulosa de su amistad: no se daban cuenta de que las horas pasaban.
Cuando finalmente se levantó, dijo que tenía una reunión en la escuela por la organización de la Estudiantina. Cristian notó algo diferente en ella: tartamudeaba y su actitud estaba más exaltada de lo habitual. Pasaron unos minutos más y Marisel partió rumbo a la escuela, dispuesta a concretar el encuentro con sus compañeros.
“Esa fue la última vez que la vi. Todavía la recuerdo diciéndome que se iba, que mañana nos veríamos.”
Nunca volvió.
“La joven vestía un pantalón de jean amplio, un buzo color rojo y, sobre el mismo, un camperón azul y verde. Marisel mide 1,60 m aproximadamente, tiene cabellos negros lacios y largos y es de cutis trigueño. La foto de tapa fue distribuida por la policía con la esperanza de que alguien pueda colaborar con la Unidad Regional 13 si tiene sospechas de haberla visto en la noche del jueves 8 o en los días posteriores, en la ciudad o poblaciones vecinas. De acuerdo con algunos testimonios, fue vista por última vez alrededor de las 19:30 de ese día, a un par de cuadras del antes mencionado establecimiento educativo”.
Diario El Semanario, 15 de septiembre de 1994, Marcos Juárez.
La nota del diario no sorprendió a nadie: para cuando fue publicada, ya todo el pueblo estaba al tanto de lo que había pasado.
Cristian describió al pueblo como cruel y cínico. Cada hora pesaba sobre él como una losa; la incertidumbre lo devoraba por dentro y, tras la desaparición, la comunidad se transformó en un coro hipócrita de lamentos. Aquellos que antes la acosaban en la calle ahora se rasgaban las vestiduras, preguntándose con fingida compasión: “¿Dónde estará Marisel?”.
Para Cristian, los once días de ausencia de su amiga se sintieron como una eternidad suspendida en el aire. Contaba que la torpeza de quienes debían buscarla solo profundizó su dolor. La policía irrumpía una y otra vez en su vida, interrogándolo con una violencia que él, con apenas dieciocho años, sentía insoportable. Se sintió arrinconado contra una pared invisible, empujado hasta el límite, obligado a dar respuestas que no tenía, mientras la angustia lo consumía.
Cristian relató, aún con lágrimas en los ojos, cómo lo hicieron mirar fotos del cuerpo sin vida de su amiga, grabándolo, humillándolo y amenazándolo con cárcel, como si de él dependiera tapar un desastre que ellos no podían—o no querían—resolver. Recordaba especialmente un momento que todavía lo persigue: un investigador levantó una manzana y, poniéndosela frente a él, le dijo que era “el gusano podrido que la sociedad debía eliminar”. Tenía apenas dieciocho años y, según sus palabras, esa marca de violencia institucional lo acompaña hasta hoy.
Luego de once interminables días, un trabajador rural trillaba el campo cuando, a lo lejos, creyó distinguir el cuerpo de un perro entre los pastizales. Al acercarse, un hedor insoportable lo golpeó de lleno, obligándolo a retroceder. No era un animal: el cuerpo sin vida de Marisel yacía oculto en una cuneta que unía los dos pueblos, expuesto apenas entre la maleza alta.
¿Qué había pasado? ¿Qué fue lo que sufrió? ¿Dónde estaba? ¿Quién fue el culpable? Preguntas sin respuestas atormentaban la cabeza de Cristian y sus amigos.
¿Cómo murió la joven Bravi?
“La encontraron con una pequeña bolsa de nylon en el cuello, con la cual quizás la asfixiaron, pero no se puede asegurar que haya sido así. La joven tenía una vida sexual activa (según la misma fuente) y no se descarta que la verdadera causa de su muerte se haya debido a una determinada operación ilegal, a alguna infección… o exceso de medicamentos, que tal vez ocasionó un shock cardíaco que le produjo la muerte. Y para desembarazarse del cadáver, lo arrojaron a la zanja donde apareció. Las primeras deducciones indicarían que no hubo violencia externa, tanto en el cuerpo como en las ropas. La joven no luchó contra nadie, no se defendió, por lo menos en apariencia…”
Diario El Semanario, 22 de septiembre de 1994, Marcos Juárez.
La locura había terminado, o por lo menos eso pensaban. Los días posteriores se fueron diluyendo como una mancha en la memoria del pueblo. Los rumores crecieron, las versiones se multiplicaron y la figura de Marisel terminó convertida en un fantasma que cada uno recordaba a su manera: la hija rebelde, la amiga luminosa, la joven imposible de domesticar.
Él nunca dejó de preguntarse qué habría sido de ella si las cosas hubieran sido distintas, si la hubiesen dejado vivir sin cargar con la condena de un apodo que no eligió. En el silencio de esas calles, aún hoy, parece escucharse su risa cortando el aire, como si se negara a ser borrada.
Quizás la verdadera pregunta no sea qué pasó con Marisel, sino qué pasó con todos los que la rodearon, porque un pueblo entero la señaló, la castigó, la convirtió en blanco y después se lavó las manos con un falso gesto de compasión.
La ausencia de Marisel sigue siendo un espejo incómodo: nos obliga a pensar cuántas veces seguimos repitiendo esa crueldad disfrazada de costumbre, cuántas vidas se apagan en silencio porque nadie se atreve a romper el coro.
Y al final, la Cucaracha —como la llamaban— no fue inmortal. Pero quizás su historia, todavía sin respuestas, sobreviva para recordarnos lo que preferimos no ver.
In memoriam Marisel Bravi
Duerme. Ya los jueces
nos despojamos de las togas:
ahora todos somos padres,
hermanos, amigos.
Sobre la fría piedra
del frío hospital, duerme:
mañana será vaciada,
hoy fuiste absuelta.
Afuera es primavera.
La paz es solo tuya.
Duerme.
S.N. (19/09/1994)