Por Sofía Iciksonas
Cuando se habla de religión en las materias de comunicación, las preguntas no quedan en silencio. ¿Todavía existen quienes creen? ¿Todavía hay quienes guían desde la fe? Rafa Jashes, rabino cordobés, es uno de ellos. Pero no es un predicador ni un vigilante del deber. Habla desde otro lugar: uno donde las preguntas importan más que las respuestas, y donde ser religioso no es repetir, sino buscar sentido. Esta entrevista es para los escépticos, los desconfiados, como diría él: “los que tienen más preguntas que certezas”.

Al preguntarle si Dios es una figura a la que hay que temerle, responde sin dudar: “Si Dios es un policía cósmico que anota tus errores, no me interesa. Pero si me vuelve más empático, entonces me sirve”.
—¿Qué lugar tiene la religión hoy, en este mundo tan instantáneo, digital, fragmentado?
—Mirá… La religión no es una computadora vieja que hay que actualizar cada tanto. Es más como una brújula. En un mundo que te bombardea con información, estímulos y consumo, es fácil marearse. La religión, cuando es sana, no te dice a dónde ir, pero te ayuda a no perder el norte. No es un mapa, es una forma de leer lo que te pasa. No sirve si no se vive. Y eso se nota: cuando una religión está viva, no es una lista de normas, sino el origen del sentido.
Hoy, mucha gente asiste a ceremonias religiosas —no únicamente judías— no porque crea en un libro antiguo, sino porque descubre que, al apagar el celular por un rato o compartir un cuento ancestral, encuentra un espacio donde escuchar su propio pulso. Y eso, en mi experiencia tratando con personas de todo tipo, es lo que mueve multitudes: no las fórmulas, sino el alivio de sentirse parte de algo, de mirar al otro, de contar una historia que exponga la maravilla dentro de la rutina.
—¿Y qué pasa con quienes la ven como un mecanismo de control? ¿No hay algo de eso también?
—A ver, depende de quién la use. La religión puede ser libertad o puede ser poder. Si se usa para imponer miedo, para callar la conciencia o para castigar la duda, obvio que se vuelve una cárcel. Pero ese no es el espíritu original. Al menos en el judaísmo, el libre albedrío no solo existe: es kadosh (sagrado). Dios no quiere autómatas. Quiere personas que se equivoquen, que elijan, que pregunten. La Torá no fue dada para ser obedecida a ciegas. Fue dada para ser estudiada, discutida, vivida. Lo contrario al control es la conciencia, y de eso se trata todo.
Cuando un mitzvá (precepto) aparece, no es para que lo repitas como un lorito, sino para que lo evalúes: “¿Esto me hace bien? ¿Me acerca a mi mejor versión y al prójimo?”. Si la respuesta es sí, lo hacés; si no, lo cuestionás. El Talmud mismo está lleno de debates encendidos, de voces que se contraponen buscando pulir la pregunta, no de gente que baja la cabeza y obedece sin pensar.
—¿Cómo encaja algo tan antiguo como la religión en un mundo tan racional, donde todo cambia cada cinco minutos?
—Primero, no creo que el mundo de hoy sea tan racional. Usamos la razón para algunas cosas, pero muchas decisiones las tomamos desde el miedo, la urgencia o la falta de sentido. ¿Qué es más racional: creer en algo o vivir corriendo sin saber para qué? Segundo, la tradición no es vieja: es profunda. Que sea antigua no significa que esté vencida, sino que fue probada por otras generaciones. Obvio que no tenés que quedarte con todo, pero hay algo en el ritmo, en el texto, en las preguntas, que nos rescata del ruido. Como cuando apagás un rato el celular y te das cuenta de que podés escuchar tu respiración.
Te lo pongo en un ejemplo: el Shabat. Muchos lo definen como una acumulación de prohibiciones tecnológicas. Yo lo describo como una pausa radical: cinco días podés estar en piloto automático, pero ese momento de silencio voluntario te regala la posibilidad de redescubrir al otro, de disfrutar una charla sin distracciones, de reconciliarte con tus propios pensamientos. Esa práctica, trasladada a una plaza, a un café o incluso a un grupo de WhatsApp, no es un anclaje al pasado: es un experimento social que contrarresta la ansiedad de lo inmediato. Y funciona, porque lo vi: personas que después de un solo Shabat se despiertan preguntándose por qué vivían tan apuradas.
—¿Y cómo se vive la religión sin caer en el fanatismo?
—La clave está en saber que no sos dueño de la verdad. Yo soy rabino, tengo una convicción, pero no me creo más cercano a Dios que vos. Vivir la religión es preguntarse todo el tiempo: ¿esto que hago me conecta con el bien? ¿Con el otro? ¿Con algo más grande que yo? Si la respuesta es sí, seguí. Si es no, hay que revisar. La espiritualidad no es andar con cara de velorio ni hacer todo perfecto. Es vivir con sentido.
La diferencia entre lo místico y lo dogmático es el cuestionamiento constante. La vida espiritual, para mí, implica error, duda y gracia en cantidades iguales.
En la Kehilá de Valle conviven médicos, artistas, comerciantes y curiosos que nunca habían pisado un templo. Vienen con preguntas como: “¿Dios te escucha si no creés?” o “¿Cómo hago para no pelear con mi familia?”. Eso me encanta: es la prueba de que la espiritualidad puede ser imperfecta y, a la vez, genuina.
Fanatismo es creer que sos dueño de la verdad, creer que Boca es mejor que River. Espiritualidad viva es compartir la búsqueda sin pretender ser dueño de ella.
—¿Qué le dirías a alguien que no cree en nada?
—Que no le crea a nadie. Pero que no deje de buscar. El problema no es no creer: el problema es vivir dormido. Lo espiritual no siempre tiene nombre o forma. A veces es ese momento en que mirás a alguien con ternura, o cuando llorás sin saber por qué. La religión no tiene que ser una estructura. Puede ser un lenguaje. Un modo de narrar el alma.
Celebro esa autonomía moral. No hace falta religión para tener compasión, para respetar al otro o para comprometerse con la justicia. Pero sí hace falta, muchas veces, un recordatorio: cuando la vida te golpea, cuando te dormís en la rutina o la frustración, ¿quién te recuerda tus mejores intenciones?
La religión, bien entendida, no es un límite: es una ayuda memoria. Un cartel que te sugiere: “Ey, acordate de quién sos cuando no tenés ganas”. Igual que un entrenador te exige entrenar el cuerpo, la espiritualidad te propone entrenar la mirada. Y si preferís hacerlo sin rituales, buenísimo.
Para cerrar la entrevista, Rafa comparte una historia que refleja el paso del judaísmo por el mundo material:
Un hombre de negocios muy importante y rico falleció y dejó dos cartas a sus hijos: una para abrir inmediatamente y otra, treinta días después.
En la primera carta pedía que lo enterraran con un par de medias muy especiales, indicando exactamente dónde comprarlas. Era un deseo extraño, pero respetado.
No obstante, todos los rabinos consultados explicaron que, por tradición judía, no se puede enterrar a una persona con ropa puesta —ni siquiera medias— y aconsejaron a los hijos que cumplir con esa ley era lo más fiel al legado religioso. Así lo hicieron: lo enterraron sin medias.
Pasado un mes, abrieron la segunda carta y encontraron el verdadero mensaje: “Queridos hijos, ya sé que tuvieron que enterrarme sin esas medias. Lo hice para que entendieran que no pueden llevarse nada cuando mueren. Ni siquiera unas medias. Así que usen su tiempo, usen su dinero con sabiduría. Conecten con su familia, con su comunidad. Sean generosos. Lo que importa no es lo que tenés, sino en quién dejás tu alma”.
Y Rafa concluye: “No podés llevarte las medias, pero sí lo que dejás en otros”.