Por Guadalupe Pizzarro Chiavassa

Silvina Barotto es “La Flaca”. Tiene 55 años. Su presencia ilumina cualquier cuarto con su alta figura, cabello negro y humor inagotable. Con cada anécdota, ya sea sobre aventuras vividas o tragedias convertidas en chistes, hace que el tiempo vuele.
Pero el 1 de septiembre de 1996, la vida de La Flaca, que por entonces sólo tenía 27 años, cambió para siempre.
La caída
Silvina había pasado la noche con dolor de estómago. Decidió tomar unas gotas de Hepatalgina, sin saber que la mezcla de este medicamento con los otros que tomaba por los soplos cardíacos que tiene le causaría una peligrosa baja de presión.
Sintió que algo andaba mal, el pecho se le cerraba y le costaba respirar. Trató de pedir ayuda, pero su desesperación no le permitía actuar con claridad. Salió al balcón en busca de aire fresco, empujando todas las macetas que se interponían en su camino, pero el alivio nunca llegó.
Desesperada, dando bocanadas de aire como un pez fuera del agua, trataba de respirar. Hacía viento con una de sus manos, mientras con la otra intentaba sostenerse de la baranda, que era más baja que su cadera. Primero se abanicaba con la mano izquierda, luego con la derecha, pero el aire no era suficiente, su brazo se cansaba y la mano con la cual se sostenía perdía fuerza.
Todo se volvió negro. Resbaló, pasó por encima de la baranda y cayó 26 metros al vacío. Su vida cambió en menos tiempo de lo que tarda una persona en leer este párrafo.
Paradójicamente, fue ese desmayo previo a la caída lo que le salvó la vida.
El cuerpo de Silvina no chocó directamente contra el suelo. En su descenso, su brazo impactó contra el balcón del cuarto piso, y su cabeza aterrizó sobre tachos de basura de plástico colocados en la vereda. Amortiguaron el golpe mortal que, de otra manera, habría recibido.
Cuando los policías entraron al departamento de La Flaca, la escena era desconcertante. La llave estaba puesta desde adentro, las plantas del balcón estaban corridas, y el teléfono descolgado. Era evidente que Silvina había intentado pedir ayuda antes de desvanecerse.
Una primera ambulancia llegó al lugar, pero no estaba equipada para manejar una emergencia de tal magnitud. Sólo pudieron mantenerla con vida hasta la llegada de una segunda unidad, que la llevó al hospital.
Mientras un equipo médico luchaba desesperadamente por salvarla, en medio del caos y el dolor, Silvina sólo pensaba en una cosa. En la ambulancia lo único que alcanzó a decir fue que no preocuparan a su madre.
En el Hospital de Urgencias, recibieron su cuerpo destrozado, que solo medía 45 centímetros del cuello a los pies debido a las múltiples fracturas. La fuerza del impacto la había comprimido. Literal.
El destino jugó una carta a su favor cuando un médico de Massachusetts, que estaba realizando una pasantía de cirugía plástica de emergencia en el hospital, se encontraba presente esa noche. Mientras los demás luchaban por salvar su vida, él se enfocó en reconstruir su rostro, una tarea ardua que resultó sorprendentemente exitosa.
La pérdida de sangre debido a la caída había sido devastadora. Se necesitaban 60 donantes de sangre (una tarea complicada por su tipo sanguíneo A-), pero la solidaridad de amigos y conocidos hizo posible no sólo cubrir sus necesidades, sino también obtener más de lo necesario.
La Flaca no recuerda esos primeros días. La morfina había nublado su mente, y no fue hasta el duodécimo día que realmente despertó al mundo.
Pero su despertar no fue el fin del sufrimiento.
Se organizó una conferencia médica para decidir su futuro. Los expertos deliberaron si era mejor someterla a una sola cirugía larga o a múltiples intervenciones pequeñas. Finalmente, optaron por una operación de 13 horas y media el 13 de septiembre, donde 13 profesionales unieron sus fuerzas para reconstruir su cuerpo.
Curiosamente, el número que para algunos representa la mala suerte, y para otros la transformación, la renovación, la muerte y el renacimiento, reinó la sala ese día.
Durante su internación Silvina tuvo un sueño surrealista. Se veía flotando por encima de los médicos, observando cómo estos tenían un bisturí en la mano. Sentía una impotencia abrumadora, deseando descender y detener todo.
Al compartir este sueño con un sacerdote, él le comentó que había estado entre el cielo y la tierra, y que su fuerte voluntad de regresar fue lo que la salvó. El director de la clínica, por otro lado, ofreció una explicación más científica: la voluntad de vivir de Silvina había prevalecido.
Aferrándose a la vida ganó la batalla.
Finalmente, el 21 de septiembre, Silvina fue dada de alta. Regresó a casa, pero su vida ya no era la misma.
Durante 45 días, Silvina permaneció acostada. Totalmente dependiente, requería de fisioterapia constante y revisiones médicas diarias. No podía recordar casi toda su vida antes del accidente, un mecanismo de defensa de su mente para protegerse del trauma.
Desesperada por recordar, intentó todo, desde hipnosis hasta terapias con especialistas, pero siempre le decían lo mismo: lo que la mente bloquea naturalmente, no puede ser forzado a regresar.
No fue hasta el 8 de diciembre que logró, a pesar del dolor que sufría en su cuerpo, levantarse y caminar por primera vez con muletas. Su primer objetivo al ponerse de pie fue regresar al balcón, tratando de recordar lo ocurrido, pero fue imposible.
El mismo día que le colocaron las muletas, Día de La Virgen, ocurrió algo que quedaría para siempre marcado en su memoria. Silvina decidió ir al supermercado con su madre. Allí, una mujer vestida de celeste y con un corte carré se le acercó y le dijo emocionada: “No sabés lo que significa para mí que estés con vida.” Silvina, confundida, no la reconoció. En ese instante, su madre, la cajera y la repositora comenzaron a llorar. La mujer desapareció detrás de una góndola, y a pesar de que todos la buscaron, nunca la encontraron.
Poco después de comenzar a usar las muletas, Silvina encontró un nuevo refugio en la natación. Todos los días la llevaban a una pileta. Allí el agua se convirtió en su terapia y en un espacio de libertad. En el agua se sentía independiente y completa de nuevo, como si pudiera recuperar una parte de sí misma que había perdido en el accidente.
Un momento particularmente significativo en su recuperación fue el día en que logró darse su primer baño sola. Su madre había forrado un banquito con nailon para protegerlo del agua. “Esa ducha no me la voy a olvidar nunca en mi vida”, recuerda Silvina, con la emoción aún palpable en su voz. Fue un pequeño pero poderoso símbolo de su regreso a la autonomía.
El primer día que Silvina salió sola ayudada por un bastón. Tomó un taxi frente al edificio desde el que había caído. Al entrar al vehículo, el conductor le preguntó qué le había pasado. Cuando ella relató su experiencia, el taxista se detuvo y comenzó a llorar.
Era el conductor de la ambulancia que la había llevado al hospital la noche de su accidente, y le contó detalles que Silvina desconocía. El hecho de que su cuerpo medía 45 centímetros, que pidió que no preocuparan a su madre, la presencia del médico de Massachusetts son datos que de no ser por esta causalidad del destino, jamás hubieran formado parte de esta historia.
Apenas comenzó a caminar, le pidió a su madre que regresara a su casa y buscó ayuda psicológica y psiquiátrica. Durante dos años, luchó con la idea de que su caída pudiera haber sido un intento de suicidio, pero los especialistas la tranquilizaron: no tenía tendencias suicidas. También tuvo que enfrentarse a su nueva realidad corporal, cambiada para siempre por el accidente. Pero su espíritu no fue quebrantado. “No quería que eso me volteara”, dice hoy con determinación.
El accidente dejó secuelas profundas. Su umbral de dolor es ahora extremadamente alto, y aún hay cosas que no recuerda, pero con la ayuda de su familia y amigos, ha ido recuperando fragmentos de su vida.
Su madre, siempre optimista, nunca pensó que Silvina podría morir. “Yo voy a regar las plantas porque si se me secan, la Silvina me va a matar”, decía, convencida de que su hija sobreviviría.
La parte que más emociona a La Flaca de su historia está relacionada con su hermana, quien en ese momento estaba lidiando con bulimia. Cuando Silvina fue inducida al coma, su hermano se retiró a la capilla del hospital, y su hermana, al verlo, lo abrazó llorando. “Por favor, decime que Vivi está viva”, le suplicó. Su hermano le respondió: “Mimicha, la Vi está grave, está haciendo toda la fuerza que puede para salvarse, pero no depende de ella. Lo que vos tenés depende de vos, no te matés”.
Desde ese día, su hermana cambió radicalmente. Silvina, con la voz cargada de emoción, cuenta hoy que está agradecida por lo que vivió, porque al final, su accidente salvó más de una vida.
Hoy, La Flaca asegura que en situaciones extremas, uno tiene la elección de aferrarse a lo positivo. Ella eligió la vida. Es profundamente creyente y con un rosario colgando del cuello dice que se considera un milagro. Su accidente unió a su familia de una manera que nunca había creído posible. “Todo lo malo siempre tiene algo de bueno”, reflexiona. Para ella, su caída no fue una tragedia, sino una bendición disfrazada.
En medio de todo, Silvina descubrió la cantidad de gente buena que la rodeaba. Su esencia no cambió, pero sí sus prioridades. Aprendió a vivir de nuevo, a disfrutar de la vida y a aceptarse tal como es. La experiencia fue dura, pero invaluable. Para ella, vivir, disfrutar y aceptarse son las lecciones más grandes que pudo aprender.
Completamente recuperada, La Flaca sigue siendo el alma de las reuniones. Cada vez que narra cómo su experiencia superó incluso las mejores historias de ficción, se convierte en un recordatorio viviente de que la vida puede ser tan inesperada como desafiante, dejando a su paso una lección sobre la resiliencia y un testimonio de fortaleza humana.