Por Florencia Ducatteau
“Imaginate estar cara a cara con una ballena sei. Es una experiencia que te cambia la vida.”
“Cuando ves una ballena, sentís que no solo estás observando a un animal, sino que estás formando parte de algo mucho más grande.”
Estas palabras de Marina Riera resuenan en mi mente, evocando la maravilla de un encuentro que Estas palabras de Marina Riera resuenan en mi mente, evocando la maravilla de un encuentro que trasciende la simple observación. Cada avistaje es una lección de humildad: ahí estamos, diminutos ante estas criaturas colosales que han navegado por estas aguas durante años.
Mientras hablaba con Marina, el viento del Golfo San Jorge jugueteaba con su cabello y su entusiasmo era contagioso. Desde 2018, su vida ha girado en torno a una apasionante búsqueda para desentrañar los misterios de estos majestuosos cetáceos. Podía ver en sus ojos la emoción de cada descubrimiento mientras me contaba su historia.
Y la entendía.
A los nueve años, tuve la oportunidad de vivir una experiencia que nunca voy a olvidar: ver por primera vez a las ballenas de cerca, en un avistaje en Península Valdés, Puerto Madryn. Desde que tengo memoria, siempre había soñado con ese momento tan especial. En Rada Tilly, donde vivo, a veces se pueden ver a lo lejos sus inmensas aletas asomándose en el horizonte, y esa imagen siempre me había llenado de asombro. No solo eso: lo habitual es que aparezcan lobos marinos y toninas, que también me fascinan con sus acrobacias y movimientos en el agua. Sin embargo, la idea de estar tan cerca de las ballenas era un anhelo aún mayor.
Recuerdo el día del avistaje con gran claridad. Estaba rodeada por mis compañeros de clase, todos llenos de emoción y curiosidad. El mar brillaba bajo el sol, y el aire fresco traía consigo un aroma salado que despertaba todos mis sentidos. De repente, mientras navegábamos, una ballena franca austral emergió del agua a unos pocos metros de nuestro bote. Fue un momento realmente mágico. Su tamaño me dejó sin aliento; me sentía diminuta ante esa criatura colosal. Mientras la observaba, sentí una conexión profunda con la naturaleza, como si esas majestuosas ballenas estuvieran susurrándome secretos del océano.
Ahora, al recordar ese momento, entiendo plenamente la pasión de Marina Riera por las ballenas y su dedicación a la investigación. Mientras yo experimentaba la maravilla de verlas de cerca, Marina estaba inmersa en su misión de comprender su comportamiento y preservar su hábitat. Mi asombro al observar a estos gigantes me hizo reflexionar sobre lo valioso que es conocer más sobre ellos, algo que Marina ha hecho su vida. Esa misma fascinación que sentí, que despertó en mí un deseo de aprender, es lo que impulsa su trabajo diario en el mar.
—¿Entonces, cómo comenzó todo? —le pregunté.
—Al principio, todo comenzó como un simple hobby. Junto a Mariano A. Coscarella y Daniel Lucchetti, investigadores del CONICET, notamos que había un aumento notable en los avistamientos de cetáceos en la Reserva Natural Punta Marqués. Eso nos llevó a querer investigar más a fondo —explicó.
Lo que parecía una simple curiosidad se convirtió en un proyecto de investigación que cambiaría no solo su vida, sino también nuestra comprensión de las ballenas Sei.
Marina, como bióloga marina y docente investigadora, tenía un objetivo claro: entender cómo estas ballenas utilizaban las aguas de Rada Tilly.
—¿Qué te motivó a participar en esta investigación?
—Amo a los cetáceos y quiero conocer cada detalle sobre ellos —comentó mientras miraba hacia el horizonte.
Con cada amanecer, ella y su equipo se embarcaban en el océano, listos para rastrear y estudiar a estos gigantes marinos. La ballena Sei (Balaenoptera borealis) es imponente, fácil de reconocer por su color gris con el vientre blanco y su cuerpo alargado. Puede medir entre 12 y 16 metros y pesar hasta 22.000 kg. Para ponerlo en perspectiva, su tamaño es comparable al de 10 o 12 autos apilados. Son realmente colosales y su presencia en el océano es impresionante.
En Argentina, estas ballenas son frecuentemente avistadas en el centro del Golfo San Jorge, donde se alimentan de copépodos y pequeños peces pelágicos. Los copépodos son pequeños crustáceos que viven en el agua y son un componente crucial del plancton. Son extremadamente abundantes en los océanos y sirven como alimento para muchos animales marinos. Los pequeños peces pelágicos, por su parte, habitan la columna de agua, generalmente en aguas abiertas, lejos de la costa, y también alimentan a varios depredadores marinos.
—¿Cuáles son los principales objetivos del proyecto? —seguí preguntando.
—Queremos comprender cómo se adaptan a su hábitat y a su dieta —señaló—. El objetivo fue hacer un estudio sobre las especies de cetáceos cerca del ANP Punta Marqués, en el área central del Golfo San Jorge. Queríamos conocer cuántas ballenas hay, cuándo las podemos ver, cómo se comportan y cómo se relacionan con otros grupos.

Una anécdota fascinante que compartió fue el uso de drones y rastreadores satelitales. Los drones ofrecían una visión aérea precisa, y los rastreadores proporcionaban datos fascinantes sobre los desplazamientos de las ballenas Sei. Marina me contó cómo, durante una jornada en el mar, pudieron detectar comportamientos inéditos. El equipo se asombró al descubrir que estos gigantes marinos pueden recorrer hasta 200 kilómetros a lo largo de la costa y hasta 40 kilómetros dentro del golfo. Para ponerlo en comparación, 200 kilómetros sería como viajar de Córdoba a Villa María. Por otro lado, los 40 kilómetros dentro del Golfo equivalen a ir de Córdoba a La Calera. ¡Increíble cómo se mueven con tal libertad!
Cada salida al mar era una nueva aventura. En lugar de buscar afanosamente a las ballenas, el equipo a menudo apagaba el motor del bote, creando un ambiente de tranquilidad. Se sentaban a tomar mate, riendo y compartiendo historias mientras el sol se reflejaba en el agua.
—¿Cómo te sentís en esos momentos? —le pregunté, maravillada.
—Es un momento mágico —me compartió Marina, con una mirada que brillaba de entusiasmo—. La conexión que sentimos con la naturaleza es indescriptible. A veces, el silencio es el mejor aliado para observarlas.
Ese silencio fortalecía su compromiso con la conservación. Comprendían que la investigación no era solo datos y números; se trataba de vivir la experiencia, de sentir la grandeza del océano y reconocer la importancia de protegerlo.
Uno de los hallazgos más impactantes fue confirmar que la ballena Sei era la especie predominante en la zona. Hasta ese momento, se pensaba que en el Golfo San Jorge había una mayor población de ballenas francas australes. Sin embargo, al realizar estudios más detallados, se descubrió que las Sei, menos visibles pero igualmente fascinantes, son más numerosas durante ciertos períodos del año. Este descubrimiento no solo cambió la percepción sobre la diversidad de cetáceos en el golfo, sino que también permitió ajustar estrategias de conservación.
—¿En qué época del año se observa la mayor cantidad de ballenas Sei?
—Durante la temporada alta de mayo llegamos a contar hasta 2.800 individuos. ¡Fue un gran momento para todos! —exclamó Marina.
Los métodos de investigación, como el escaneo desde el acantilado y los vuelos en aviones como el Twin Otter y el CESSNA, ofrecieron una visión más detallada de la vida de las ballenas Sei.
—¿Qué tipo de datos se obtienen a través de ellas? —le pregunté.
—Cada técnica nos ofrece datos cruciales sobre su comportamiento, abundancia y migraciones —explicó.
Comparando con el Programa de Monitoreo Sanitario de la Ballena Franca Austral (PMSBFA), quedó claro que cada especie utiliza hábitats distintos. Las ballenas francas viajan desde la Antártida hasta las costas cálidas de Argentina y Uruguay para reproducirse. Es una travesía monumental, como caminar desde Buenos Aires hasta el norte de Brasil. Las Sei, en cambio, permanecen más tiempo en nuestras aguas.
—¿Hay mucha diferencia entre la ballena Sei y la franca austral?
—Sí, totalmente. Su ciclo de migración, reproducción, alimentación y el tiempo que pasan en ciertas áreas es muy distinto —destacó.
La colaboración con las comunidades locales y organizaciones fue clave. Sin el apoyo de Pan American Energy y la Fundación Azara, Marina y su equipo no habrían avanzado tanto. Además, organizaron charlas y talleres educativos para compartir sus hallazgos y generar conciencia. Incluso los pescadores se sumaron como aliados del proyecto.
Marina siempre decía: “Para conservar, primero debemos conocer”.
En una de sus charlas con estudiantes, afirmó:
—La educación es clave. Si queremos que las futuras generaciones cuiden el océano, debemos enseñarles sobre su importancia.
—¿Qué te motiva a dar estas charlas? —le pregunté tras una en la Universidad San Juan Bosco.
—Ver su interés y curiosidad me motiva aún más —confesó.
Mariano Coscarella también compartió los planes futuros:
—Queremos expandir la investigación, incluir rastreadores de larga duración y organizar más talleres comunitarios —comentó con optimismo.
Con apoyo de organizaciones internacionales como Pristine Seas de National Geographic, el proyecto sigue creciendo. Marina y su equipo nos mostraron que la ciencia no solo se trata de números, sino de conexiones: con la naturaleza, la comunidad y el futuro que compartimos.
Al despedirme, llevaba en mi corazón una profunda admiración por su labor. Entendí que cada esfuerzo cuenta y que, al unir fuerzas, podemos generar un impacto real.
Así, el susurro de las ballenas no solo se escucha en las aguas del Golfo San Jorge, sino también en cada compromiso que se renueva por su conservación.