Por Rocío Chávez
Y DE PRONTO, ME PIDIERON SI ME PODÍA RETIRAR
Los mormones. ¡Qué raro hablar de mormones! ¡Qué tema tan poco interesante, dirán algunos! A otros quizás les dé curiosidad. A mí, me daba intriga. ¿Quiénes son los mormones, o mejor dicho, los miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días?
Jueves 20 de junio de 2024, 9:23 a. m.
Me subo al colectivo interurbano, el famoso Intercórdoba. Tenía que ir a la facultad. Curiosamente, no era un día ni tan caluroso ni tan frío: era el clima casi perfecto para ser junio. Y fue entonces cuando dirigí la vista hacia el pasillo del colectivo, en busca de un asiento libre, con la idea de guardar el boleto educativo en la billetera, sacar los auriculares, entrar a Spotify y ser libre durante esa hora de viaje.
Pero nada de eso se cumplió, porque de pronto vi a dos chicos bastante bonitos, de pelo rubio y ojos claros, con sus camisas blancas, sus corbatas negras y pantalones de vestir. Empecé a pensar que eran “mormones”. La intriga comenzó a recorrerme el cuerpo; las ganas de hablarles eran cada vez mayores. ¿Qué hago?, ¿les hablo?, ¿les parecerá ofensivo? Pero al mismo tiempo me preguntaba: ¿Quiénes son?, ¿qué hacen acá?, ¿en quién creen y en quién no?, ¿por qué están vestidos así? Bueno, basta, me dije. Saqué mi lado más extrovertido y me acerqué a ellos, que estaban sentados del otro lado del pasillo.
—Hola, disculpen que los moleste, pero ¿ustedes son los mormones? —me atreví a comenzar una conversación. Quería conocerlos, quería que me explicaran su religión.
—Hola, sí —respondieron.
Me sentí un poco boba. Sólo dijeron “hola, sí”. Ahí me arrepentí de haberles hablado. ¿Quién era yo para perturbar su viaje? Bueno, realmente, mucho no me importó si les molestaba, porque acá comencé con mi cuestionario.
—Ah, ¿y de dónde son?
—Estamos viviendo… Yo, en Córdoba capital, y él —lo señala a un gringo con cara de “¿de qué está hablando esta chica?”, el pobre no entendía nada— en Río Ceballos.

Los dos me miraban. Notaba que su acento no era de acá, ninguno de los dos. Entonces me atreví a preguntarles de qué país venían.
—De los Estados Unidos. Los dos somos de Texas, ¿conoces?
—Ay, qué lindo —les sonrío con amabilidad, intentando contener las ganas de mostrar toda mi sonrisa porque por fin los conocía. Llevaba mucho tiempo queriendo hablar con ellos. No sé si tanto por la idea de que eran mormones, sino porque, en fin, ¡eran yankees! Mi sueño desde los catorce años de hablar con estadounidenses se estaba cumpliendo en el Intercórdoba, a las nueve de la mañana, un 20 de junio. —No, no, nunca fui, pero debe ser hermoso.
—Es poco peligroso, la verdad, pero sí, es un lindo lugar. ¿Usted de dónde es? —hablaban con ese acento que me cautivaba cada vez más.
—Soy de Río Ceballos, pero mi sueño es irme a vivir a Estados Unidos.
El que me contestaba cada pregunta abrió los ojos, con una mirada de sorpresa.
—¿Sí?
—Sí, me re gustaría, porque estoy estudiando Comunicación Audiovisual y me encantaría trabajar allá —les respondí, sacando tema de conversación porque algo dentro mío me decía que debía seguirles hablando.
—Mire usted, qué lindo.
El único con el que estaba logrando establecer conversación llevaba una bolsa de “La Bolle”, una confitería de Río Ceballos. Sacó de adentro una factura con dulce de leche y azúcar impalpable. Le dio un mordisco. Esperé a que tragara.
—¿Les gusta la comida de acá? —les sonreí, para no parecer tan indiscreta.
—Mucho gustar. Mucho, mucho. La comida y cómo la gente da la bienvenida acá en Argentina. Es hermoso.
Me alivió escuchar eso: un yankee hablando bien de la Argentina. Aproveché para leer sus nombres, o mejor dicho, sus apellidos, en la placa misional oficial —esas placas negras que llevan siempre en la camisa blanca o el saco de vestir—: Élder Mirabal y Élder Verschoyle. Cuando llegué a casa, a la tarde, me puse a investigar: ¿Qué significa Élder? ¿Por qué sólo el apellido? ¿Por qué no usan su verdadero nombre? Las respuestas son simples: Élder es un título que se da a los hombres jóvenes que sirven como misioneros de tiempo completo y los identifica como representantes oficiales de la Iglesia y ministros de Cristo.
—¿Hace mucho que están acá? —les pregunté.
—Yo, hace cinco meses; y él —señala al gringo— hace dos semanas. Por eso no entender mucho, está aprendiendo.
—Ahh —me dio cargo de conciencia por haberlo criticado al “ex mudo”— hace muy poco tiempo.
—Sí. Nosotros venimos por dos años y nos vamos. Las mujeres por un año y medio —seguía sonriendo el yankee, y no era bueno, porque eso provocaba que yo estuviera anonadada entre su acento y el hecho de que ES-TA-BA HA-BLAN-DO CON UN YAN-KEE.
—Ah, mirá vos, qué lindo —no sabía qué responder—. ¿Y siempre estuvieron en Córdoba?
—Nosotros vamos rotando. Yo estaba en Cosquín hace dos semanas. ¿Usted cree en Dios?
—Qué interesante, no sabía que rotaban. Sí, sí, yo creo en Dios, pero soy católica —acá empecé a darme cuenta de que querían hablar de su religión, y lo más interesante es que yo quería saber de qué se trataba—. Sé que debe ser complejo, pero ¿de qué se trata su religión?, o sea, ¿en qué creen?
—Uf —esquiva la mirada hacia el chofer. Mira al compañero “mudo”. Me mira—. Es muy complejo y muy completo. ¿Le interesa a usted?
—Me imagino, debe ser complejo —les sonrío—. Sí, sí, siempre me interesó su religión porque, la verdad, no conozco casi nada.
—Mire, le damos este papel, explica un poco —abre su bolso negro y me entrega un pequeño librito que tenía la imagen de Jesús con un cordero en brazos y la frase “La Restauración del Evangelio de Jesucristo”—. ¿Tiene número de teléfono?
—Gracias —agarro el librito. Lo miro. Y empiezo a pensar: yo creo en Dios, pero no de esta forma. No entrego folletos, no camino por las calles, ni voy a la Iglesia todos los domingos, ni mucho menos me privo de salir a los boliches, tomar un vaso de vodka o que me guste algún chico. Y es ahí cuando sentí un límite, una distancia entre ellos y yo. Y es la distancia que también siente mi círculo más cercano. ¿Es por eso que se los ve tan distantes de nuestro día a día, que pareciera que viven en un mundo paralelo? Pues no lo sé. Luego volví a la realidad. Me acordé de que me habían pedido el número de teléfono. Siendo honesta, no quería dárselo, porque sabía cómo iba a continuar la historia: cinco mensajes por día con citas bíblicas, videos de la historia de Jesús, invitaciones a sus reuniones en la Iglesia. No me llamaba la atención. Estaba bien siendo católica y hablando con Dios todos los días, pero desde mi almohada. El problema fue que no quería ser descortés. Me había arrimado como una desesperada por escuchar el acento de un yankee hablando español; ahora era momento de pagar las consecuencias.
—Sí, sí, ¿te paso mi número? —les sonreí amablemente y se los marqué. El gringo del lado seguía con cara de confusión.
—Ahí le enviamos información —me dijo con su sonrisa delicada.
Cuando veo por la ventanilla, estábamos en Villa Allende. ¡Qué increíble! Me sentía bien. Había hablado con los mormones. Había hablado con yankees.
Se hablaron entre ellos en inglés. Yo quería escuchar. Tampoco es que tengo nivel 1 en inglés, pero algo podría haber entendido. Cuestión que no entendí nada.
Se levantó el “parlanchín”, de unos 1,85 m de altura; el “mudo” era más bajito. Me estiraron las manos, los saludé. Un saludo firme. Les pregunté sus verdaderos nombres. Me dijeron Élder Verschoyle y Élder Mirabal. Los miré confundida. Les volví a preguntar sus nombres, pero sus verdaderos.
—Jacob y Gabriel.
10:20 a. m.
Recibo un video que mostraba los cantos de los himnos (canciones muy lentas, acompañadas por piano), la Santa Cena, discursos dados por los miembros de la congregación y oraciones. Estaba acompañado por un texto:
“Hola Rocío, ¡muy buenos días! Fue un gustazo conocerle. Acá le pasamos el video que explica lo que hacemos en la Iglesia de Jesucristo durante las reuniones.”
Viernes 28 de junio de 2024, 20:30 p. m.
Me encontraba en Río Ceballos, más precisamente en la parada del colectivo, esperando el Intercórdoba. Debía ir a la capital. Me subo, paso la tarjeta TIN, me doy vuelta y, de pronto, veo a los mismos chicos: veo a los mormones, veo a Jacob y Gabriel. ¿Habrá sido destino, casualidad, plan de Dios? No lo sé.
Inmediatamente Jacob —el único con el que había hablado— se sorprende y me sonríe. Sonrío. Me acerco a ellos y nos damos un apretón de manos en forma de saludo. Me siento al lado, pero del otro lado del pasillo.
Me pregunta adónde iba; le cuento que al cumpleaños de una amiga en Córdoba capital.
Rápidamente les pregunté sobre su día.
—Muy pesado, hemos realizado muchas cosas hoy. Ir, venir. Muchas reuniones.
—Claro, me imagino —les respondí. Pero en realidad no me imaginaba nada, porque por dentro mío me preguntaba: ¿cuán pesado puede ser el día de un mormón? ¿Levantarse, rezar, ir a dormir? Así es como me imaginaba sus días. Luego me di cuenta de que era mucho más que eso.
Esa noche no pasó más que con conversaciones intrascendentes: hablar de mi carrera, de las materias que tengo. Jacob me contó que en Estados Unidos jugaba básquet. Le fascina. Su plan de vida, cuando regrese a su país, es dedicarse al deporte. Además, me explicó la composición de su familia: ocho hermanos, casa de campo con muchos animales, ordeñan, montan caballos. Tienen un horno de pan y a la familia le encanta reunirse a cocinar. También me dijo que el pueblo más cercano está a 30 km de su “estancia”.
Me hubiera encantado hablar más, sobre todo con Gabriel —el rubio del que todavía no conocía su tono de voz—, pero el espíritu de periodista no estaba dentro mío. Todavía.
Septiembre de 2024
Decido conocerlos aún más. No era suficiente con sólo saber que eran mormones, que están dos años los hombres, un año y medio las mujeres, que son Élder, no usan su nombre propio, y básicamente poco más.
Decido contactar a los jóvenes de Río Ceballos, con el dato que me habían pasado previamente Mirabal y Verschoyle. Les había pedido que me contaran más sobre ellos.
Mi curiosidad terminó en una visita a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Desde afuera se los veía a Élder Hall y Élder Verschoyle esperándome con sus trajes, sus placas y su formalidad. En el momento en que me ven, me abren las puertas de la iglesia. Les pido permiso y me dan la bienvenida.
Quedé impresionada. ¡Qué lugar más lindo, más sereno! Todo tan impecable, tan blanco y silencioso. Con cuadros de Jesús y los apóstoles colgados en la pared. Un pasillo largo comunicaba varias puertas de madera con indicaciones: “Sala de limpieza”, “Espacio de oración”, “Salón”, “Baños”, etcétera.
De pronto, desde el otro extremo del pasillo aparece un hombre de unos cincuenta y tantos años, con camisa y jeans. Me da la bienvenida y comienza a contarme sobre la religión.
Ricardo Gómez, consejero del obispado en Río Ceballos, explicó:
“La Iglesia está compuesta por un profeta, que dirige y representa a Jesucristo, y guía a todos los miembros. Luego están el obispo y la presidencia, con dos integrantes, y los discípulos, como en la antigüedad.”
Continuó: “Nos basamos en la familia. Está establecida para organizaciones que se ocupan de hombres, otras de mujeres, otras de jóvenes y algunas de niños.”
Luego, Élder Hall explicó sobre el bautismo:
“Todos los domingos se renuevan los convenios del bautismo a través de la Santa Cena. Jesús mismo se bautizó por inmersión con Juan el Bautista. Nosotros hacemos lo mismo, con la autoridad verdadera dada al sacerdocio. El bautismo es un convenio espiritual que nos une a lo que Jesucristo estableció. En la Iglesia, la edad de responsabilidad para bautizarse son los ocho años. No es una obligación, es una decisión. Por ejemplo, en Córdoba se bautizaron 130 personas en marzo, 120 en abril, 150 en mayo, 172 en junio y 175 en julio.”
Ahí recordé lo que me había contado una profe de la facultad: el bautismo por los muertos, una ceremonia en la que un miembro de la Iglesia es bautizado en nombre de una persona fallecida que no tuvo la oportunidad de recibirlo en vida. Para ellos, es un acto de amor y servicio.
Ricardo agregó:
—En el mundo hay 18 millones de miembros.
Por último, el Élder Verschoyle, miembro de la Iglesia en Río Ceballos, contó:
—Nos bautizamos en el agua como una representación de Cristo, como si fuera una muerte, en donde todo el pasado queda ahí, y el agua representa el renacimiento de Cristo, el volver a vivir.
Verschoyle dijo una frase que me pareció muy interesante:
—Los miembros no somos perfectos, pero la organización es perfecta porque está hecha como Jesucristo lo hizo.
Luego de salir de la sala de bautismo, me llevaron al Salón de la Santa Cena. Era un lugar espacioso, con muchas sillas, un podio o atril, sillas alrededor, y del lado izquierdo una mesa blanca cubierta con una sábana también blanca. Me dio intriga. ¿Qué habría debajo de eso?
Élder Verschoyle comentó:
—La Santa Cena es como la misa o la hostia en otras religiones, en donde no hay un pastor que dé la misa. El obispo guía y hace que pase gente para dar un discurso.
Me mostraron los himnos, que son canciones lentas, acompañadas por un piano.
Mientras observaba a mi alrededor, me preguntaba a mí misma: ¿Qué estoy haciendo en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días?
Élder Hall respondió una de las dudas más importantes: ¿Cuál es su propósito? Pues es fácil:
—Invitar a las personas a venir a Cristo por convenios y ayudar a las personas a crecer en su relación con Dios.
Ya cuando no quedaban muchas cosas por mostrar, Hall se explayó sobre su vida personal. Contó:
—Yo soy de Georgia y tengo dos hermanos. Allá en Estados Unidos estudiaba administración de empresas, pero decidí dejar todo y venir a misionar. Era el momento perfecto de mi vida para hacerlo. Por supuesto que mi plan es volver y seguir estudiando. Pero esto no es una obligación, misionar es una decisión que se toma. Hasta nosotros pagamos por venir; no es que nos pagan por misionar.
Mientras caminábamos por el salón de la Santa Cena, empezaron a contarme —ambos Élder— sobre su cotidianidad, que realmente era lo que más intriga me generaba, y que yo desde un principio tenía estructurada como: 1) levantarse, 2) rezar, 3) dormir.
Resulta que su rutina es la siguiente:
- Se levantan a las 6:30 a. m., hacen ejercicio y desayunan.
- Luego comienza el día religioso: estudian las escrituras durante una hora, para un mejor aprendizaje y enseñanza.
- Dedican 30 minutos a estudiar idioma (si son estadounidenses, estudian español; si son hispanohablantes, estudian inglés).
- Luego, 30 minutos para planear las visitas del día.
- A las 10:00 comienza la caminata para visitar personas en sus hogares.
- A las 13:00 llegan a la pensión y almuerzan.
- A las 14:30 se juntan todos los misioneros a estudiar.
- A las 15:00 salen nuevamente hasta las 21:00.
- A las 22:30 finaliza el día y se van a descansar.
Dentro de ese panorama, los lunes son libres. Suelen juntarse a jugar básquet o fútbol en las plazas, pero no pueden ir al gimnasio por una norma de “seguridad corporal” que rige para todos los misioneros.
Me pareció muy interesante. En ese momento me vino la curiosidad de saber si sufrían algún desafío por ser miembros de esta Iglesia dentro de la sociedad. Lo peor es que la respuesta fue positiva. Sí, padecen prejuicios mediante las miradas, se los confunde con los testigos de Jehová, no quieren escucharlos, les gritan, insultan, les roban. Ni los miran o reconocen.
Qué triste.
Me encontraba frente a un cuadro de Salt Lake City, Utah. Lo reconocí, y me tomé el atrevimiento de sacar mi última duda: ¿Qué tiene que ver la Iglesia de Jesucristo con ese estado?
Élder Hall amablemente dijo:
—En Utah está la sede de la Iglesia. Los miembros antes eran perseguidos y asesinados. Cada vez que llegaban a otros estados, la gente los echaba porque creían que ellos no creían en Dios y que eran locos. Para evitar persecuciones, llegaron a Utah, donde no había gente que los persiguiera. Allí están los líderes. Pero realmente la historia empezó en Nueva York.
Ahí recordé un texto que había leído meses antes, que explicaba esa persecución y lo que les ocurrió. Esta Iglesia fue fundada por Joseph Smith en 1830. Promovía creencias nuevas y diferentes al cristianismo tradicional. Decía que el Juicio Final se acercaba y que todos los miembros debían ir a Misuri a fundar lo que él llamaba “la nueva Jerusalén”. Al instalarse allí cientos de personas, causaron controversias con los políticos del estado, ya que los miembros estaban no sólo en contra de la esclavitud, sino que también votaban por un único partido político. Todo eso, sumado a la presencia de una religión desconocida, provocó el enojo de los vecinos, que eran protestantes o cristianos, y comenzaron a agredirlos. Fueron expulsados. Tras recorrer varios condados, llegaron a un lugar inhóspito y solitario: Utah.
Luego de esa información, Hall me dijo:
—Te vamos a pedir si te podés retirar —lo dijo mientras miraba su reloj.
Mi mente se puso en blanco. Sonreí de los nervios, pero no sabía qué pensar. Creía que había arruinado todo, quizás alguna duda los incomodó, o mi presencia… no lo sabía. Y así, llena de dudas, me fui.
A los minutos, recibí un mensaje de WhatsApp diciendo que justo en ese momento tenían una videollamada, pero que me esperaban el domingo sin ningún inconveniente. Volví a respirar. Me sentí aliviada de saber que no había arruinado nada.
DOMINGO: El séptimo día de la semana, en el que se reúnen las familias a renovar el convenio del bautismo.
Mi día comenzó a las 9:00, sin saber lo que podía ocurrir, sin saber lo que iba a ver, vivir o escuchar. Pero estaba muy emocionada. Cada vez me atrapaba más esta historia. Ya no se trataba sólo de las ganas de hablar con yankees y escuchar su acento. Había cambiado mi forma de pensar. Ahora eran las ganas de conocer más, de comerme el mundo y vivir otra religión.
Llegué a las 10:00. Me sentí en el lugar incorrecto. Yo, con jean, era la única persona en toda la Iglesia vestida así. En cambio, todas las mujeres llevaban polleras que cubrían hasta los talones. En ese momento recordé lo que me dijeron los chicos: que los confunden con los testigos de Jehová. Qué loco. Instantáneamente, fui parte de ese montón, de los que critican. Pero, quizás algo positivo: esa opinión quedó sólo dentro mío.
Me senté. Aproximadamente 60 personas dirigieron sus miradas hacia mí. Me sentí “sapo de otro pozo”. Yo, una chica católica que recién un día antes se enteró de que el término “mormón” era ofensivo, porque ha sido utilizado históricamente para referirse a diferentes grupos y movimientos —algunos no afiliados con la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días—. Además, a veces se asocia con estereotipos o malentendidos que no reflejan con precisión sus creencias y prácticas. La Iglesia busca reafirmar su identidad como la iglesia restaurada de Jesucristo, y no simplemente como seguidores del “Libro de Mormón”, que es una de sus escrituras sagradas.
Acto seguido, comenzó el movimiento. Me hizo acordar a mi Iglesia Católica, donde el número de personas mayores es bastante elevado.
Los hombres, con camisas blancas perfectas, corbatas, pantalón y zapatos de vestir, bien peinados, todo muy ordenado y limpio.
A los cinco minutos se sentaron a mi lado mis amigos, los Élder Hall y Verschoyle. Se los notaba contentos por mi presencia. Eso me aliviaba. Eso me hacía salir un poco de ese pozo.
Comenzó la “misa”. Habló el obispo, habló Ricardo —el consejero del obispado que me había explicado la organización de la Iglesia—. Comenzaron los himnos.
Un hombre de unos 40 y tantos años, con una sonrisa, me prestó su libro de Himnos. Comenzamos por el número 107, una letra muy lenta, acompañada por un piano muy suave.
Luego subió Élder Verschoyle al atril y agradeció la oportunidad que le presentaba Dios, en la que cada día aprendía más y conocía gente maravillosa que le cambiaba la vida.
Cantamos uno más. Vi algunas caras de niños que se estaban durmiendo. Domingo, 10 de la mañana y un piano muy suave. Pobres criaturas. Me hubiera gustado que estuvieran durmiendo, pero —tal como dicen ellos— en esta Iglesia lo esencial es la familia. Pensé en que Jesús murió en la cruz por nosotros, y nosotros a veces no podemos ni mantenernos despiertos para conmemorarlo. Entonces, ahí también se me pasó el sueño a mí.
Luego subió una señora de unos 70 y tantos años. Para ser honesta, muy aburrida. Nadie le prestó atención. Mientras daba su discurso, los niños empezaron a correr por el salón, los adolescentes bostezaban y las mujeres sacaban criollitos de sus bolsos.
Cuando esta mujer terminó de hablar, vino el momento más importante: la entrega del cuerpo y sangre de Cristo, representado por cuadrados de pan francés y vasitos de agua. Mientras todos estábamos sentados, pasaron dos niños de aproximadamente 9 y 12 años a repartir. Se escuchó el silencio durante unos minutos.
Volvimos a cantar uno más y se dio por finalizada la primera hora. Era el momento en el que hombres y mujeres se separaban y asistían a organizaciones o clases distintas. El grupo de las mujeres se llama “Sociedad de Socorro”. Esto ocurre sólo dos domingos al mes; los otros restantes, las clases son mixtas.
Entonces quedé sola. Mis amigos se fueron a sus clases. Tampoco hay que exagerar: no pasó un minuto hasta que una chica se me acercó, me presentó con otras mujeres más grandes, nos repartieron los himnos y nos sentamos a escuchar la clase.
Una mujer de unos treinta y tantos años era la docente designada para ese domingo. La tarea de la semana era leer un texto, así que compartieron sus enseñanzas. Hablaba de que el pilar fundamental en la vida es Dios, quien da las fuerzas, la voluntad, la paciencia y la prosperidad.
Lo que me pareció muy interesante de esa clase fue escuchar que todas decían que ellas eran el pilar fundamental de la familia. Que el hogar se rige gracias a ellas. Y que deben ser fuertes y aguantar lo necesario para mantener a la familia unida.
Esta Sociedad de Socorro busca preparar a las mujeres para las bendiciones de la vida eterna al aumentar la fe en el Padre Celestial y en Jesucristo. Su objetivo es fortalecer a las personas, familias y hogares mediante ordenanzas y convenios, y trabajar en unidad para ayudar a los necesitados.
La clase terminó. Se me acercaron dos mujeres. Tuvimos una charla muy superficial. Me contaron que también fueron misioneras en Utah y que sus sobrinas están misionando en Chile. Pero nada relevante; muy cortas de palabras.
A las 12 del mediodía terminó todo. Saludé y me saludaron con mucho carisma. Me invitaron a seguir participando si así lo deseaba.
Agarré mi cartera, saludé a mis amigos Hall y Verschoyle, y todo terminó. Los miembros de esta Iglesia me enseñaron que son mucho más que sólo chicos de camisa blanca y bolso negro pasando casa por casa. Me mostraron sus creencias, su bondad, su cariño, su apertura. Tanto ellos, como Élder Mirabal en el colectivo y los 60 y tantos participantes de ese día —con quienes tuve la posibilidad de hablar con la mayoría—, me mostraron que son buenas personas. Que cualquiera que necesite acercarse a Dios o buscar ayuda, ellos están a disposición.
Dejemos de verlos como individuos viviendo en un mundo paralelo y comencemos a verlos como compañeros que llevan la palabra de Dios y buscan ser mejores día a día.