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Horacio Fábregas: “La Iglesia me mató la fe”

Por Sofía Iciksonas
Horacio Fábregas
Horacio Fábregas, exsacerdote, reconstruye su vida fuera de la Iglesia desde una espiritualidad libre de dogmas y afirma: “Elegí vivir una vida que me represente, aunque sea más difícil”.

Horacio Fábregas fue sacerdote. Se ordenó joven, convencido de una vocación que más tarde entendió como impuesta. Abandonó la Iglesia para seguir a una mujer, pero esa decisión fue apenas la chispa que encendió una ruptura mucho más profunda: la de un hombre con una institución que, según él, había dejado de tener alma. Hoy, alejado de la estructura pero no del pensamiento crítico, reconstruye su vida desde el amor, la introspección y una espiritualidad sin nombre.

Al preguntarle si aún cree en Dios, Fábregas es tajante: “No puedo creer en un Dios justo cuando hay un tercio de la humanidad muriéndose de hambre y él no hace nada. Es perverso”.

–¿Te fuiste de la Iglesia por amor o por ruptura con la institución?

–La historia oficial dice que me fui por amor. Y no es mentira, pero es solo una parte. Yo ya venía sintiendo que algo no encajaba. Estaba mal, incómodo, como muchas personas que están en pareja y no se animan a cortar hasta que aparece una excusa externa. En mi caso, esa excusa fue una mujer. Pero lo cierto es que la decisión ya venía cocinándose por dentro.

Estar enamorado fue lo que me permitió moverme. Pero si no hubiera existido ese malestar profundo, probablemente habría seguido en la Iglesia, llevando una vida que no me llenaba. El amor fue el motor, pero también fue la chispa que encendió un incendio que ya estaba listo para empezar.

–¿Te costó más soltar la estructura o la culpa religiosa?

–Fue una pelea en dos frentes. Por un lado, estaba la institución, la rutina, la vida que ya conocía. Por otro, la culpa, que era mucho más difícil de enfrentar. Me enseñaron desde chico que si rompías con ciertas reglas, ibas directo al infierno. Imaginate lo que es tener 25 años y sentir que, por elegir el amor, estás condenándote espiritualmente. Esa era la lógica que me habitaba.

Con el tiempo entendí que la culpa era una herramienta de control. Pero en ese momento, se sentía real. Y, sin embargo, decidí irme. Porque, por encima del miedo, pesaba más no querer resignar el amor, el deseo de vivir una vida sincera y compartida. Si me hubiera podido quedar y sentirme pleno, tal vez no lo habría hecho. Pero no era posible. La estructura no permitía ser humano.

–¿Creés que muchos curas siguen dentro, enamorados en silencio?

–Sí, claro que sí. No tengo dudas. Porque los curas son personas, y si se involucran de verdad con la gente, si no viven en una burbuja, en algún momento sienten algo. El tema es qué hacen con eso. Algunos reprimen, otros lo niegan, otros se quiebran por dentro. Y no todos lo logran sostener. Algunos terminan con doble vida, otros se enferman, otros se anestesian. Lo ves en el cura que se vuelve mujeriego, en el que toma, en el que se refugia en el poder.

También hay quienes eligen el celibato conscientemente y lo viven bien. Pero son pocos. Lo importante no es solo si se enamoran, sino si se sienten plenos. Porque si lo que hacés no te realiza, no te llena, entonces no importa cuántas normas cumplas. Estás sobreviviendo, no viviendo.

–¿Quedan curas “buenos” dentro de un sistema que castiga la sensibilidad?

–Sí, claro. Hay curas buenos, sensibles, comprometidos. Pero la estructura les pone todo en contra. La Iglesia tiene una moral que se enfoca más en controlar que en comprender. Pareciera que el pecado más grave es el sexo, no la falta de amor. Hay reglas que no permiten que un cura acompañe desde lo humano.

Recuerdo una catequista que lloraba porque otro cura le dijo que no podía comulgar ni ser catequista por estar divorciada y en pareja. Yo nunca le dije nada porque, para mí, si ella no sentía culpa, no había pecado. ¿Por qué iba a señalarla yo? El problema es que muchas personas entregan su conciencia a un cura. Y eso es lo que debería cuestionarse. El rol del sacerdote no es decirle a la gente lo que tiene que hacer, sino acompañarla para que se escuche a sí misma.

–¿Definirías a la Iglesia como una institución mafiosa?

–Sí. Silencio, jerarquía, pactos de poder, encubrimiento. Todo eso existe. Hay reglas no escritas que funcionan como en cualquier mafia: no se habla, no se expone, no se traiciona. Y si alguien rompe ese pacto, lo sacan del sistema. Lo vi. Me lo hicieron a mí. Cuando dejé de ser cura, me dijeron que si quería ir a misa, que lo hiciera en una parroquia donde nadie me conociera. ¿Qué sentido tiene hablar de comunidad si tenés que esconderte para participar?

La Iglesia dejó de ser una institución espiritual. Se convirtió en un Estado, en una burocracia. Y eso, inevitablemente, la volvió oscura. No digo que todo sea igual, pero la cúpula, el poder central, funciona más como un sistema político que como un espacio de fe.

–¿Qué queda de espiritualidad real en un mundo tan desigual?

–Para mí, la espiritualidad no tiene nada que ver con las formas. Está en los gestos cotidianos: valorar estar vivo, agradecer el agua que sale de la canilla, compartir una moneda con quien no tiene. Eso es más sagrado que no comer carne un viernes. El problema es que la Iglesia se volvió experta en visibilizar lo externo, en marcar lo que “se ve”, y se olvidó de lo que verdaderamente importa: el amor al prójimo.

Yo medito todos los días. No le agradezco a nadie, no creo en Dios, le agradezco a la vida. Valoro. Y creo que si cada persona hiciera ese ejercicio, si nos miráramos más hacia adentro, el mundo sería un poco menos cruel. El problema es que nadie se detiene a pensarse. Vivimos hacia afuera, cumpliendo reglas, sin conciencia.

–¿Te arrepentís de haber salido?

–No me arrepiento, pero me costó carísimo. Me fui sin saber lo que me iba a pasar. Mis padres y mis hermanas no me hablaron durante años. Me fui a vivir con la mamá de mi hija porque no tenía dónde ir. Mis viejos conocieron a mi hija recién a los tres años. Fue durísimo. Y si me preguntás si lo hubiera hecho igual, con todo lo que sé ahora… no sé. Tal vez no me habría animado.

Pero no me arrepiento. Porque aunque perdí muchas cosas, recuperé algo que no se negocia: mi conciencia. Elegí vivir una vida que me represente, aunque sea más difícil. Y eso, para mí, ya es ganar.

–¿Qué le dirías a alguien que está dentro del sistema pero empieza a dudar?

–Que no se acostumbre. Que no piense que lo establecido es lo natural. Todo sistema, hasta la facultad, te acostumbra, te acomoda, te apaga la mirada crítica. Por eso hay que pensarse todo el tiempo. Cuestionarse no es rebeldía vacía, es conciencia viva.

Lo más lindo que podemos hacer como humanos es generar vínculos verdaderos. Encontrarnos, dialogar, compartir. Eso es espiritualidad. No los dogmas, no las normas, no las jerarquías. El que se atreve a salirse del molde no es el que rompe, es el que empieza a mirar.

–¿Qué te queda hoy del mensaje cristiano después de tanto recorrido? ¿Qué valor sigue siendo irrenunciable?

–El amor al prójimo. Pero no como frase vacía, ni como concepto de catequesis. El amor al prójimo en serio. El que se toca, el que se ve. El que implica compartir lo que tenés, mirar al otro sin juzgarlo, estar presente. Ese amor incómodo, que te corre del ego, que te exige. Todo lo demás, la doctrina, las formas, las prohibiciones, pueden discutirse. Pero si perdemos eso, no queda nada.

Y si hay una espiritualidad verdadera, está ahí. No en los rezos ni en las sotanas, sino en ese momento exacto en el que elegís dejar de mirar tu ombligo para ver al que tenés al lado. Si eso no es sagrado, entonces nada lo es.

Soñó con ser cura a los 18, sin saber del todo en qué se estaba metiendo. Se ordenó, creyó, y años después se animó a romper con todo: con la sotana, con la culpa, con la estructura. Dejó la Iglesia por amor, pero lo que siguió fue mucho más que una historia romántica: fue un proceso de deconstrucción personal frente a una institución que, según él, anestesia conciencias, premia el silencio y castiga la humanidad.