Por Juliana Lucero
La licenciada Beatriz Oliva es psicóloga clínica dedicada a la atención en consultorio privado, con un compromiso profundo en el acompañamiento de personas con adicciones. Forma parte de la Pastoral de Adicciones Sagrada Familia de la ciudad de La Calera, donde trabaja desde una perspectiva integradora, acompañando procesos de recuperación y promoviendo el apoyo comunitario como herramienta fundamental para la sanación y el bienestar.

– ¿Cómo se define clínicamente la adicción?
– Hoy en día el concepto es muy amplio y fue cambiando con el tiempo. Antes había una distinción entre lo que era una conducta adictiva y una conducta problemática de consumo; existían distintos matices allí. Esa definición fue evolucionando porque se dejó de poner el foco en la sustancia o en la cantidad de lo que se consumía, para centrarse en la persona. La persona busca, a través de una conducta de evasión, manejar o escapar de su situación de vida mediante una sustancia.
– ¿Cuál sería la diferencia entre la sustancia, el uso, el abuso y la adicción?
– Los teóricos hoy ya no ven una diferencia tajante entre adicción, consumo problemático y consumo esporádico. Por eso hemos llegado a los altos niveles de consumo actuales: se fue naturalizando. Se decía “es solo algunas veces” o “no lo hace tanto”, hasta que alcanzamos esta situación que vemos apenas abrimos la puerta y salimos a la calle.
– Estas adicciones, ¿tienen diferentes formas de tratamiento o tipos de terapia?
– Desde la Pastoral sostenemos, luego de un recorrido compartido con otros colegas, pacientes y familias, que no existe una terapia única y efectiva para todos. Somos totalmente diferentes y tenemos historias distintas, tanto en lo personal como en el significado que el consumo tiene para cada uno. Hay personas a las que les sirve una escucha esporádica y no necesitan internarse, y otras que requieren un espacio donde quedarse, porque su entorno no los ayuda.
– Debido a esto que mencionás sobre el entorno, ¿factores como el familiar, social o económico influyen en que una persona sea más propensa a caer en una adicción?
– Creo que hay una mirada social equivocada sobre las adicciones, como si miráramos desde la vereda de enfrente al “adicto” como un extraterrestre que cayó en eso. Y no es así. Puede ser un hermano, un compañero de trabajo, un jefe. ¿Cómo nos vinculamos con él? ¿Cómo lo hacemos con todo el mundo?
Primero hay que reconocer, porque muchas veces los padres no reconocen que sus hijos tienen problemas. A veces vemos que alguien está en una situación de consumo, pero lo naturalizamos porque el sistema nos lleva a hacerlo. Desde la Pastoral sostenemos que no hay nada mágico en esto; no tenemos un poder especial para sanar al otro. Pero si al otro le sirve que lo mires con amor, con respeto, que le des un espacio para hablar… eso ya es muchísimo, porque la adicción nace del silencio. Hay muchas cosas que no se dicen, incluso dentro del entorno familiar, y no es un caso aislado: hay millones de familias con algún integrante en situación de consumo, sin importar el sexo o la clase social.
Siempre se muestra más al chico que está en la calle, el marginal, el que delinque, pero no se ve la cantidad de jóvenes que deambulan por clínicas. Quien tiene más acceso económico puede pagarse una internación; quien no, queda afuera. Como sociedad deberíamos revisarnos, porque estamos produciendo esto: dejando gente descartable. Cada familia también debería preguntarse por qué estamos excluyendo, qué nos está pasando como comunidad y como núcleo familiar para que haya chicos que necesiten refugiarse en estas fantasías. Y no solo chicos: hoy hay muchísimos adultos en situación de consumo.
– ¿Cómo es la dinámica de trabajo que utilizan en la Pastoral?
– Nuestra dinámica es escuchar. A veces llegamos con una idea o un tema para trabajar, pero aparece alguien nuevo con otra demanda. Entonces, lo primero es recibir al otro y, de acuerdo a lo que necesita, ir acompañando. Muchas de las personas que hoy acompañan ya dejaron el consumo y buscan devolver algo a la comunidad, que su historia de vida sirva a otros. Eso ayuda mucho, porque no es lo mismo lo que podemos hacer quienes nunca consumimos que quienes lo vivieron en carne propia.
– ¿De qué manera concreta puede la familia acompañar a una persona que atraviesa una adicción para ayudarla a salir adelante?
– Tenemos dos grupos formados a partir de la demanda: uno para los chicos y otro para las familias. Las familias suelen llegar cuando ya agotaron todo lo que creían posible hacer por su cuenta. Muchas veces, cuando la persona accede finalmente a pedir ayuda, ya lleva al menos diez años de consumo. Durante todo ese tiempo, las familias lucharon solas, enfrentando una enfermedad compleja y socialmente marginada. Tener un familiar con una adicción genera estigmatización; nadie quiere involucrarse o saber del tema.
Por eso se aíslan y usan mecanismos que alguna vez les sirvieron, hasta que se dan cuenta de que ya no alcanzan. A veces la familia actúa desde la codependencia, facilitando el consumo sin quererlo. Por ejemplo, si el chico vendió algo, van y lo recuperan, o encubren un robo. Creen que ayudan, pero en realidad lo facilitan. Muchos chicos dicen: “Un adicto con casa y comida es un adicto por siempre”. Eso significa que es necesario que la familia ponga límites.
– ¿Por qué es tan difícil para una persona adicta cambiar, incluso sabiendo las consecuencias?
– Nosotros decimos que hay tres finales posibles en la adicción: la locura, la cárcel o la muerte; no hay otra salida. Y aun sabiendo que van camino a eso, les resulta muy difícil salir. Ellos mismos se preguntan: “¿Cómo puede ser que, sabiendo que esto destruye mi vida, que me deja solo y en la miseria, siga igual?”. Primero, porque el efecto es sumamente agradable y los traslada a otro espacio; y segundo, porque verse en lo que se convirtieron no es fácil. A nadie le gusta verse vulnerable, ser “el drogón”, “el problemático”, “el perdido”.
Por eso es fundamental el acompañamiento familiar: poner límites, sí, pero nunca dejar de brindar amor. Que alguien te mire con amor te da energía, fuerza para bancarte y aguantar un día más. Ellos saben que es “un día a la vez”, no “listo, ya está”. A veces pasan un año sin consumo y recaen. Los especialistas en neurociencia dicen que cuando resolvés un trauma o una herida emocional, queda una “huella” en el cerebro. Cuando enfrentás una situación similar, intentás resolverla igual. Pero el cerebro es flexible y permite reescribir respuestas. Por eso hay que trabajar en recursos que ayuden a reaccionar de otra manera.
– Y cuando hay una recaída, ¿cómo ven que impacta en quien está en proceso?
– Es muy duro, sobre todo porque a lo largo del camino han perdido mucho. A veces la familia cree que la pasan bien, pero no es así. Ellos dicen que empezaron a consumir para estar bien y terminan consumiendo para no estar mal. El malestar es permanente: físico, porque el cuerpo demanda la sustancia, y emocional, porque ven lo que destruyeron. Es muy duro llegar a una casa donde nadie te quiere, donde te culpan de todo. Por eso cuesta sostener la idea de “quiero una vida mejor”.
Desde la fe, creemos que es clave reconocer y fortalecer la dimensión espiritual de cada persona. La lucha es enorme. No hay culpables: las causas son múltiples. Hoy, la adicción ha generado algo nuevo en nuestra sociedad: la exclusión del hogar. Antes, siempre había alguien que contenía, que ayudaba. Hoy, cuando una persona roba o se vuelve violenta, se la excluye por miedo. Y así crece la cantidad de gente en situación de calle.
– ¿Las redes sociales y los avances tecnológicos generan más adicciones?
– Consumimos mucho, y consumimos lo que quieren que consumamos. Hay un sistema de poder que te dice qué pensar, porque hay intereses en que sigamos en ese ciclo. Nos enfocamos en lo que hace el otro, pero no miramos qué le pasa a nuestro padre, a nuestro hermano, a quienes viven con nosotros. Si cada comunidad se movilizara para ver qué puede hacer por los demás, los resultados serían mucho mejores. Dejaríamos de mirar hacia afuera para responsabilizarnos de lo cercano. Todos debemos hacernos cargo: unos mirando para otro lado, y otros desde quienes distribuyen o controlan estos sistemas.
– ¿Qué se hace cuando una persona se siente cómoda en esa situación, mientras todos intentan ayudarla, pero ella no quiere salir?
– No ponemos el foco en el consumo, sino en la persona. Si alguien busca no conectar con su realidad y prefiere vivir en otro mundo, hay algo ahí que mirar. Hoy pasa con muchísimos adolescentes que atentan contra su vida, y cuando preguntás a la familia, no saben con quién se juntan o qué hacen, ¡y viven en la misma casa! Eso es lo grave, y ahí sí podemos intervenir. Tal vez logremos que ese chico no ingrese a ese mundo. La lucha no es contra quienes ofrecen, sino contra la demanda: que el joven no busque esa fantasía y pueda disfrutar con todos sus sentidos junto a su familia o amigos, sin necesitar del alcohol ni de nada más.
– ¿Cómo observan ustedes el inicio del consumo en los adolescentes?
– Empieza con el alcohol. Cuando formamos la Pastoral, el principal problema era el consumo excesivo en adolescentes. Llevaban muchísimo alcohol, creyendo que eso garantizaba la alegría o la diversión, y no es así: después los vemos tirados, vomitando o inconscientes. Hay que entender que la búsqueda de euforia a través del alcohol es una puerta de entrada, igual que el porro u otras sustancias. Siempre les digo a los chicos que el primer porro no te hace adicto, pero sí te aleja de vos, porque empezás a hacer algo que sabés que no está bien. Cuando dejás de escucharte, de preguntarte “¿quiero esto para mí?”, quedás expuesto a seguir lo que hacen los demás, y eso puede llevarte a caminos muy oscuros.
Esto va más allá de las drogas: tiene que ver con la sociedad. Cuando nos colamos en una fila o buscamos sacar ventaja, reproducimos lo mismo. Todo forma parte de una cultura que necesita revisarse.
– ¿Y cómo pueden los padres prevenir y guiar a sus hijos adolescentes para evitar esto?
– Hoy la generación más complicada es la de los 30, porque vienen de padres que no crecieron con esta oferta. En mi época, si alguien fumaba porro era visto como algo raro; después se generalizó, y hoy está naturalizado. Los padres actuales tienen más herramientas, pero la prevención no se hace con el adolescente, porque al adolescente no le importa. Quien está en consumo está en idilio con la sustancia. Por eso, la prevención debe hacerse con la familia: que no naturalice, que no deje pasar señales, que busque ayuda a tiempo y no después de diez años de consumo.
– ¿Cómo puede la familia identificar a tiempo que hay un problema?
– Es importante tomar conciencia. En nuestro grupo hay personas que consumieron más de veinte años y lograron dejarlo, aunque con consecuencias físicas graves: uno necesita un respirador para dormir porque sus pulmones quedaron dañados; otro debe dializarse por problemas renales. Hoy vemos personas de poco más de 30 años que necesitan un bypass, algo que antes pasaba a los 70. Todo esto está ligado al consumo. Es un costo enorme para el Estado, porque la mayoría ya perdió su trabajo y se atiende en el sistema público.
La familia debe observar: quién es tu hijo, qué le pasa, cómo lo acompañás. Si ese chico siente que te importa, que estás presente, no va a buscar refugio en otra cosa. Si no se siente visto, lo hará. Hoy no solo se ofrece consumo, también muchas otras cosas a través del teléfono. Los chicos abren un mundo lleno de opciones, muchas dañinas. Por eso hay que estar atentos, acompañar y no mirar para otro lado, porque cuando se llega tarde, la situación es mucho más grave.
– ¿Querés agregar algo más?
– Me interesa resaltar la cuestión social y el compromiso: la salida es comunitaria, no individual. Cuando el Papa dice “nadie se salva solo”, es una verdad profunda. Perdimos el sentido de comunidad: ya nadie sabe quién vive al lado. Antes hablábamos con los vecinos, nos cuidábamos. Eso hacía bien, porque nos hacía sentir vistos. Necesitamos recuperar esa red, fortalecer la familia. Antes existía un cuidado comunitario; hoy no, y eso nos deja solos. Caemos en la idea de que solo importa lo nuestro, y si “lo nuestro” es tener o comprar más cosas, nada más parece importar. Pero todo eso puede desaparecer en un instante. Hay cosas verdaderamente importantes que debemos recuperar.