Por Lautaro Schwindt
Un 13 de septiembre de 1968, en el barrio Residencial San Roque, nació Roberto Carlos Monserrat. Creció entre calles de tierra y potreros, donde empezó a forjar su amor por el fútbol. Su abuela, quien lo crió, fue testigo de sus primeros toques en el baldío vecino a su casa. Las dificultades económicas lo obligaron a dejar la secundaria en tercer año, y a los trece ya trabajaba para ayudar en su hogar.
Desde los doce jugaba con muchachos de veinte, lo que poco a poco fue moldeando su identidad futbolera. “Pegaban cada patada…”, recuerda entre risas. A los dieciocho, mientras trabajaba, un amigo lo invitó a disputar un torneo interfábricas donde salieron campeones, con él como centrodelantero, una posición que luego no volvería a ocupar en su carrera profesional. El director técnico de aquel equipo era amigo del entrenador de Belgrano de Córdoba, y esa casualidad cambió su destino: lo invitaron a probarse; estuvo una semana y se quedó. A los quince días firmó su primer contrato y, apenas seis meses después, ya entrenaba con la Primera.
Roberto llegó a Belgrano en 1988. Disputó los torneos Nacional B de 1989 y 1990, y en 1991 formó parte del equipo que consiguió el primer ascenso del Club Atlético Belgrano a la Primera División del fútbol argentino, el 28 de julio de ese año, tras derrotar a Banfield por 4-0 en el Estadio Córdoba —hoy Mario Alberto Kempes—. Durante su estadía en el Pirata fue una pieza clave en aquella gesta, lo que llamó la atención de otros equipos que buscaban un jugador con sus cualidades: dinámica, despliegue y gol. Su nombre ya sonaba más allá de Córdoba, y el salto a un club grande estaba cada vez más cerca.

Su destino fue San Lorenzo de Almagro. Llegó en 1994, aunque la adaptación a la gran ciudad no fue sencilla. Durante su primer mes, el equipo dirigido por el “Bambino” Veira realizó la pretemporada en Villa Gesell. “Estuve un mes entero sin descanso, lejos de mi familia, mis amigos y de todo lo que era mi vida acá. Yo vivía en un barrio, rodeado de gente conocida, siempre con mis amigos, jugando, saliendo… y de repente estar concentrado un mes entero me chocó.”
Luego lo alojaron en un hotel. Roberto estaba feliz, pero extrañaba Córdoba, y la adaptación se le hizo cuesta arriba. En esa etapa, el “Bambino” Veira fue clave: entendía que Monserrat necesitaba volver, aunque fuera por un fin de semana, a reencontrarse con su gente y su ciudad. De tanto en tanto le concedía esos permisos que le devolvían el equilibrio perdido en Buenos Aires.
Cuando comenzó el Clausura ’94, todo cambió. El equipo ganaba, Roberto hacía goles y el técnico confiaba plenamente en él. Con el tiempo, su estadía en Buenos Aires se volvió más llevadera: su familia comenzó a visitarlo una vez al mes y finalmente logró mudarse a un departamento propio. “Tenía que cocinar, limpiar y organizarme, pero también tenía mi espacio. En cambio, en el hotel pasaba todo el día sin hacer nada”, recuerda entre risas.

San Lorenzo fue campeón del Clausura ’95, con varios cordobeses en el plantel: Monserrat, Rivadero, Ruggeri, Escudero, Galetto y Arbarello. “Era un grupo espectacular —dice Roberto—. Uno tiene otra forma de ser cuando está con gente de Córdoba, se siente más cómodo, más acompañado.”
En junio de 1996 llegó el llamado de un gigante: River Plate, dirigido por Ramón Díaz, que venía de ganar la Copa Libertadores, lo quería en su plantel. El 4 de septiembre de ese año, en un partido ante Unión de Santa Fe, Roberto debutó con la banda roja. Aquella tarde River ganó 3-1 y, desde ese momento, “El Diablo” no salió más del equipo titular.
En River le tocó vivir uno de los desafíos más grandes de su carrera: la final Intercontinental frente a la Juventus de Zidane y Del Piero. Aquella noche en Tokio dejó una marca imborrable. “No hay que echarle la culpa a nadie. El equipo somos todos —once, quince, veinte o treinta—; estamos todos en la misma bolsa”, reflexiona Monserrat. “Por la forma en que veníamos jugando, no se pueden regalar veinte minutos. En el torneo local, a los veinte ya íbamos 2-0 arriba, y acá fue como que los esperamos demasiado. Les regalamos esos veinte minutos”.
Su análisis sigue siendo claro, como si aún estuviera en el vestuario: “Ellos aprovecharon y nos hicieron el primero. Después tuvimos un tiro en el palo, otro en el travesaño, varias situaciones claras… pero no pudimos convertir. Yo creo que esos veinte minutos que regalamos fueron clave, porque nosotros, en ese tramo del partido, siempre marcamos la diferencia”.

También tuvo su paso por la Selección Argentina entre 1991 y 1997, una etapa que recuerda con orgullo y cierta nostalgia. “Sí, yo arranqué en la Selección allá por el ’91 o ’92, y estuve hasta el ’97. Mi última participación fue en la Copa América de 1997 en Bolivia. En el ’94 también estuve, y para mí fue la mejor etapa”, cuenta. “Quedamos afuera del Mundial por el doping de Diego, y fue una lástima, porque yo estaba entre los 23 o 26 convocados, de un grupo de 30.”
Aun así, el recuerdo es imborrable: “Fue una experiencia espectacular. El momento, la gente que me tocó compartir… todo fue increíble.”
Un día, en una práctica, Ramón Díaz lo llamó a mitad de cancha. Roberto no lo esperaba. “Me dijo que hablara con los dirigentes”, recuerda. “Me explicaron que no me iban a tener más en cuenta. Habíamos ganado casi todo, pero bueno… me di media vuelta y me fui.” No preguntó nada. “Yo siempre tuve claro que uno no pregunta por qué lo llevan, ni tampoco por qué lo echan”, dice con serenidad. Habló con su representante, arreglaron los papeles y, en quince días, ya tenía el pase en la mano.
Su destino fue Colón de Santa Fe, donde —como él mismo cuenta— la pasó espectacular. Con el pase en su poder empezó a manejar su carrera por cuenta propia, y los años siguientes le devolvieron buenas sensaciones dentro y fuera de la cancha.
Más tarde llegó su paso por Racing Club, bajo la dirección de Gustavo Costas. “La pasamos bárbaro”, recuerda. “Racing tenía muchos problemas institucionales en ese momento, pero igual disfrutamos. Terminamos cuartos en el torneo y entramos a una copa —no recuerdo si era la Libertadores o la Conmebol—. Fue una buena etapa.” Luego vino Argentinos Juniors, donde también se sintió a gusto.
Ya con 32 años, empezó a notar el cansancio. Se fue a Villa Dálmine, justo cuando hacía el curso de técnico. Allí coincidió con Pepe Basualdo, que tenía un contacto en el club y llevó a varios exjugadores. “Entrenábamos martes y jueves, jugábamos los fines de semana… ya no era con la misma obligación de antes, sino más por gusto”, dice. Y así, por amor al juego, llegó un nuevo logro: el ascenso al Nacional B.
Con el tiempo, volvió a Córdoba. Tenía ganas de instalarse, de volver a su tierra. Pidió permiso para entrenar con Racing de Córdoba solo para mantenerse en forma, pero enseguida le ofrecieron quedarse. Aceptó, y ese año lograron el ascenso del Argentino A al Nacional B. “Fue un momento muy lindo”, recuerda.
Hablar con “El Diablo” es hablar con alguien que respira Córdoba. “A Buenos Aires voy porque tengo a mis hijos allá. Estoy un día o dos y vuelvo. Ya me da cosa entrar a Buenos Aires: apenas estoy a cincuenta kilómetros y ya empiezo a renegar. Es un quilombo”, dice entre risas. “Acá estoy tranquilo. Si quiero ir a comer un asado, en diez o quince minutos estoy en el río o en las sierras. Tengo una balsa en Los Molinos; a veces voy con la familia, comemos un asado, disfrutamos y descansamos. Córdoba no la cambio por nada.”
Los lujos nunca fueron lo suyo. “Gracias a Dios, no soy de darme lujos”, admite. Aunque hay una excepción: “Una vez, después de salir campeón con San Lorenzo, me compré un BMW cero kilómetro. Era naranja tirando a rojo, con los primeros vidrios polarizados… papito, qué lindo que era. Ese fue el único lujo que me di.” Luego sonríe y aclara: “Hoy creo que los verdaderos lujos son otros: estar con mis hijos, con mi familia, con mis amigos; comer un asado, salir a cazar o a pescar. El tiempo es lo más importante, y lo disfruto todo el tiempo.”
Su vida después del fútbol tuvo también nuevas etapas. Durante más de una década tuvo un salón de fiestas infantiles en Córdoba. “Fue espectacular —cuenta—. Empezamos con uno, y mientras lo pintábamos ya teníamos la mitad de las fechas alquiladas. Después abrimos otro, y otro más. Nos fue muy bien.” La pandemia frenó todo. “Tuvimos que cerrar y guardar todo. Ya no tenía ganas de volver a abrir. Era mucho lío con los permisos, las habilitaciones… pero lo disfrutamos mientras duró.”
Cuando se le pregunta si el jugador está preparado para el retiro, la respuesta llega rápidamente: “Es muy difícil prepararse. Yo nunca me preparé. Un día terminé de jugar, tenía 39 años y todavía estaba bien. Salí de la cancha, vi a mi familia y les dije: ‘No juego más’.”
Esa misma noche ya estaba en el campo. “Me fui allá, y eso me hizo muy bien, porque la verdad es que nosotros no estamos preparados para dejar de jugar. El día que te retirás, tenés que tener la cabeza muy fuerte. De un día para otro, dejé de entrenar, de viajar, de convivir con los compañeros, con el periodismo, con todo. Y me pregunté: ‘¿Y ahora qué hago?’”
En su caso, el campo fue la respuesta. “Me encanta el campo. Me puse a trabajar con la hacienda, con las vacas, con los caballos… tener la cabeza ocupada fue clave: eso lo hizo mucho más fácil.”
Hoy, a la distancia, Roberto mira a los jugadores jóvenes con la serenidad del que ya vivió todo. “Ahora los chicos se van muy jóvenes al exterior, ganan mucha más plata. Pero lo importante es que estén tranquilos, que tengan la cabeza bien puesta. Que sepan mantener los pies sobre la tierra, porque la plata va y viene; lo fundamental es no perder la calma.”