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El señor de las tapitas: pasos que transforman vidas

Por Dulce María Frank

En 2014, una noticia llegó sin previo aviso, como esas tormentas de verano que oscurecen el cielo en cuestión de minutos, como un rayo que rompe la calma: un infarto que irrumpió de manera inesperada en su vida. Los médicos no dudaron en que había que intervenir de inmediato. Esa palabra, tan dura, retumbó en la casa, resonó en la cocina, en las conversaciones familiares, en la mirada preocupada que trataba de no mostrar demasiado.

Los médicos fueron claros: cuidarse no era una opción, era un mandato.

Entre los tratamientos y cambios de hábito había una indicación que parecía simple en el papel, pero exigente en la vida real: caminar cincuenta cuadras día por medio, paso a paso, reconstruyendo su salud y, al mismo tiempo, su forma de vivir.

Juan Carlos Doña, conocido en su barrio como el hombre de las tapitas, en el jardín de su casa de Salta, junto a las botellas y bolsas que llenó con miles de tapitas plásticas destinadas a la Fundación HOPE.
Juan Carlos Doña, conocido en su barrio como el hombre de las tapitas, en el jardín de su casa de Salta, junto a las botellas y bolsas que llenó con miles de tapitas plásticas destinadas a la Fundación HOPE.

Antes de que un revés en su salud alterara su día a día, sus jornadas transcurrían con una calma sencilla. La mañana empezaba temprano, con el té sobre la mesa y la costumbre de leer el diario mientras la radio sonaba de fondo. Vecinos y conocidos lo saludaban en la vereda: era de esas personas que siempre tenían un gesto amable, una palabra de aliento o una sonrisa lista.

La rutina estaba marcada por pequeños rituales: hacer las compras en el mismo almacén, conversar con los del kiosco de la esquina, volver a casa para almorzar sin apuro. Nada extraordinario. Y, sin embargo, había en esa forma de vivir un orden tranquilo, una disciplina silenciosa.

Todos en el barrio lo reconocían: aquel hombre que transitaba las calles con paso sereno, camisa y boina, era Juan Carlos Doña, de origen sanjuanino, pero que Salta adoptó con los brazos abiertos.

Él decidió que no bastaba con cumplir la recomendación. Cada tarde, después del almuerzo, salía a caminar. Llueva o haga sol. Durante la caminata podía escuchar el crujir de las hojas secas bajo sus zapatos, el ladrido de un perro, el murmullo lejano de las conversaciones entre los vecinos, el golpe de las ruedas de los colectivos al pasar. Sentía la brisa que le despeinaba la boina, el calor del sol en la espalda y el sudor resbalándole por la frente.

A veces se detenía un instante para recuperar aire, observar a los pájaros que revoloteaban sobre los cables eléctricos o saludar a un vecino que lo esperaba para entregar un puñado de tapitas. Siempre recorría la misma ruta: iba por una vereda y regresaba por la del frente. Los rayos del sol se filtraban entre los árboles, dibujando sombras alargadas sobre el asfalto caliente. El olor a pan recién horneado se escapaba de la panadería de la esquina y se mezclaba con el aroma del pasto húmedo en las plazas por donde pasaba.

Cada paso tenía un objetivo. Al principio solo era medir la distancia recorrida. Por eso comenzó recolectando piedritas, un conteo silencioso que le permitía saber la distancia que había logrado. Con el tiempo, esas piedras se transformaron en tapitas de colores que brillaban sobre el asfalto. Aquello que para otros era basura, para él se volvió motivación. Cada tapita que caía en su bolsa tenía un destino, un propósito que trascendía lo cotidiano.

Andrea Doña, su hija, recuerda con nitidez ese entusiasmo: “Gallega, ya hay muchas tapitas en la casa, la vieja nos va a sacar corriendo”, le decía entre risas. Entonces ella cargaba el auto, sacaban fotos de las bolsas y juntos iban a entregarlas. La alegría de Juan Carlos no estaba en la cantidad, sino en el acto mismo de contribuir. Cada tapita era un pequeño triunfo, un pedacito de vida que se transformaba en ayuda para otros.

La historia podría haber quedado en lo íntimo, en un hábito personal. Sin embargo, las tapitas tenían un destino. Al principio las enviaba al Hospital Garrahan, en Buenos Aires, donde desde hace años se organizan campañas de recolección para financiar tratamientos y sostener programas de ayuda a niños y niñas con cáncer.

Pronto, su hija Andrea lo convenció de darle un rumbo más cercano. “Papá, ¿por qué no llevamos esas tapitas a la Fundación HOPE?”, le sugirió. Una entidad que se convirtió en un refugio para quienes atraviesan la tormenta más dura: el cáncer infantil.

HOPE no es un edificio de oficinas frías, sino una casa habitada por la esperanza. Sus paredes pintadas con colores cálidos y alegres parecen abrazar a quienes entran. Los pasillos guardan la voz de padres cansados pero atentos, mezcladas con el murmullo de niños que ríen, lloran o juegan en algún rincón; cocinas donde se comparten mates. Los cuartos se llenan de historias: allí, niños y niñas que luchan contra el cáncer encuentran refugio junto a sus familias, un espacio que los hace sentir que no están solos.

Para Juan Carlos, dejar allí sus bolsas de tapitas era más que un acto de reciclaje: era un gesto de amor. Cada tapita depositada en HOPE se transformaba en un hilo invisible que conectaba su esfuerzo cotidiano con la vida de otros.

A veces juntaba 120 tapitas, otras 159, y en jornadas excepcionales hasta 500. En su barrio, su figura se transformó en símbolo. Los kiosqueros le guardaban montones, los vecinos lo esperaban con bidones llenos de tapitas. No le importaba agacharse en la vereda ni meter la mano en un tacho de basura. Lo movía una certeza: que una tapita podía ayudar a alguien que lo necesitaba más.

Andrea sabía que esa rutina era mucho más que una recomendación médica. Después de perder su trabajo como gerente en Terrabusi, tras la venta de la empresa, su padre había quedado con años de aportes pero sin edad para jubilarse. Se sintió incapacitado, triste. “Yo veía cómo esto lo devolvía a la vida”, cuenta Andrea. “Era como si cada tapita recogida le devolviera un pedacito de dignidad, de alegría. Lo hacía sentir importante, parte de algo otra vez.”

Juan Carlos caminó así durante años. Resistió caídas, fracturas de costilla, una operación de cadera, con rehabilitaciones en pileta. Siempre volvía. Hasta que, en 2020, a los 82 años, un ACV lo detuvo definitivamente. Pero no se frenó lo que había comenzado.

Su hija tomó la posta. Andrea es ahora “la señora de las tapitas”. Y con ese título improvisado, cargado de orgullo y ternura, levantó un homenaje que hoy se multiplica: corazones gigantes de alambre y hierro instalados en colegios y plazas de la ciudad de Salta. Dentro, miles de tapitas de colores brillan al sol como confites. En el centro de uno de esos corazones está la cara de Juan Carlos, sonriente, recordando que todo empezó con un hombre caminando 25 cuadras cada tarde.

La primera entrega fue frente a la Fundación HOPE. Andrea lo recuerda como un día emotivo: “Sentí que le daba un cierre a lo que él había empezado, pero también un comienzo nuevo. No estaba sola: ahora éramos todos los que seguíamos su legado.”

Después vinieron más corazones. Uno enorme, de 110 kilos, viajó al colegio Salesiano Ángel Zerda. Andrea fue invitada a dar una charla y terminó conmovida: los alumnos escuchaban atentos; otros querían conocer la tumba de su papá y algunos pedían construir su propio corazón para seguir la campaña. “Fue muy emocionante —dice—, porque entendí que los valores que él me transmitió podían contagiarse a los demás.”

La escena se repitió en el San Alfonso, en el Belgrano, en el Estrada y en tantas otras escuelas. En el colegio San José, por ejemplo, los chicos juntaron 600 kilos la primera vez, luego 900, y este año llegaron a 1.700.

Los patios se llenan de colores; las tapitas se vuelcan en los corazones como lluvia plástica que suena contra el alambre. Cada entrega es un pequeño ritual de comunidad.

Andrea siente que esas experiencias la sostienen: “A veces me agarra el cansancio, pero voy a un colegio, veo el corazón lleno, escucho a los chicos decir que quieren ayudar, y ahí entiendo que todo esto no puede terminar. Papá nos enseñó que hay que dar sin esperar nada a cambio, y ese es el motor que me mueve”.

Hoy, cuando un niño en Salta guarda una tapita en el bolsillo para llevarla a la escuela, cuando un docente organiza una campaña, cuando un corazón de alambre se llena hasta desbordar, la huella de Juan Carlos vuelve a aparecer. Ya no camina las 25 cuadras con su bolsa en la mano, pero su ejemplo sigue andando en los pasos de otros.

Juan Carlos Doña, el hombre de las tapitas, mostró que los actos simples, repetidos con amor y constancia, pueden generar un impacto profundo. Su legado no se mide en kilómetros caminados ni en tapitas recolectadas, sino en la inspiración que dejó: la certeza de que todos podemos encontrar pequeñas formas de ayudar, y que incluso los gestos más modestos, cuando se hacen con el corazón, pueden cambiar vidas.

Después de sufrir un infarto, Juan Carlos Doña transformó una simple caminata terapéutica en un acto solidario que movilizó a todo un barrio. Su hija Andrea continuó su legado con corazones de alambre que hoy se llenan de tapitas y esperanza en escuelas y plazas de Salta.