Inteligencia Colectiva

Portal Informativo de las Carreras de Periodismo y Comunicación de la Universidad Blas Pascal.

Elijo quedarme

Por Juli Quagliaro

Son las 12 del mediodía. Recién me despierto, creo. La verdad es que no lo sé. No sé ni dónde estoy. Tomo conciencia. Mi vista, nublada, empieza a enfocar. Estoy parada frente a un ascensor de vidrio. Las luces doradas de alrededor siguen difuminadas por mi vista. Veo a mi tía, que me está hablando. No sé qué me dice, entonces esfuerzo el oído por entenderla. Algo de unas pastillas. Asiento, con la esperanza de que me ayuden a aliviar esta pesadilla.

Mis piernas tiemblan, mi cabeza da vueltas, igual que mi estómago. Mi corazón late cada vez más rápido. Se acelera y no para. Camino por un pasillo con esas alfombras estampadas que nunca terminan su patrón. Llegamos al área de salud y me dan dos pastillas.

—Andá yendo, tía. Yo me tomo esto, descanso un ratito y los alcanzo para comer—.

Vuelvo a los pasillos interminables que recubren todos los pisos del crucero. Así son: 13 pisos, 333 metros de largo, 450.000 m² de cubiertas, 1.637 camarotes y 4.363 pasajeros. Están concentrados en los pisos superiores: el bufé, las piscinas, los bares, el spa, el gimnasio, la guardería, el casino, los restaurantes. Y, a pesar de la multitud, no me cruzo a nadie en los pasillos. Estoy sola. Sola y mareada. Las olas mueven el barco y, por consiguiente, me tambaleo de lado a lado. Busco el número de mi camarote. Lo encuentro. Apoyo la tarjeta para abrir la puerta. Error. Me concentro. Mi corazón se acelera, el mareo empeora, el sueño pesa cada vez más y los ojos se me cierran de a ratos. Me concentro. Vuelvo a apoyar. Luz verde. Abro la puerta, entro a la habitación, me saco los zapatos, me arrastro hasta la cabecera de la cama. Los mareos empeoran. Los ojos se me cierran. El sueño me controla. Me concentro. Tomo una pastilla y, con ella, una botella de agua. Vuelvo a tener sed. No importa. El sueño me vence, la cabeza me explota, el corazón va tan rápido que gana la carrera. Apoyo la cabeza sobre la almohada. Aguantá. Me concentro. Busco entre las sábanas mi celular, lo encuentro y lo enciendo para ver si hay algún mensaje de mamá. Nada. No puedo más. Todo empieza a girar, a verse borroso. Una fuerza invisible me presiona la cabeza y todo da vueltas. Mi corazón acelerado hace palpitar hasta mis sienes. Lo escucho. Lo escucho más fuerte que nunca. Y no para. No para. Y me duermo. Me duermo.


Hacía un mes de mi cena de egresados. Me había graduado con el segundo mejor promedio de la clase, y eso ya era un orgullo enorme para mi familia. El regalo de mi tía —que también era mi madrina— fue todavía más especial: un viaje en crucero con ella, su hijo, que además era mi ahijado, y mi abuela. Cuatro pasajes para el MSC Splendida, del 13 al 20 de enero, con paradas en Punta del Este, Camboriú y Santos. Era mi tercer crucero; los dos anteriores los había hecho con mi abuela, pero este era distinto, más importante, porque lo compartiría con las personas que más quería.

Mis papás habían planeado esperar mi regreso para irnos a Brasil con ellos y con mis hermanos, así que me esperaban dos viajes familiares perfectos, uno detrás del otro. El momento no podía ser mejor: acababa de terminar la secundaria, estaba por entrar a la facultad para estudiar una carrera que me gustaba y tenía por delante un verano increíble.

Desde que tengo memoria, mi tía fue como una mamá para mí. Mis papás se separaron cuando yo tenía apenas un año, y hasta los seis viví con mamá en la casa de mi abuela, donde también estaba mi tía. Ella, mi mamá y mi abuela eran lo más cercano que tenía, y siempre fui muy unida a cada una, incluso después de que mi mamá conociera a mi padrastro —a quien terminé considerando mi papá— y nacieran mis hermanos menores.

Pero había algo especial en la relación con mi mamá y mi tía. Amaba verlas juntas, tenerlas cerca; era como una potencia inimaginable. Cumplían funciones de madres y de hermanas mayores al mismo tiempo, en parte porque eran jóvenes —mi mamá me tuvo a los 21 y mi tía era apenas dos años menor— y en parte porque yo las admiraba profundamente: cómo vestían, cómo se expresaban, la música que escuchaban, las historias que contaban. Todo, absolutamente todo.

A veces sentía que no encajaba con ellas. Yo no era de salir a bailar, ni de vestirme exagerado, ni de cantar en público; ellas sí. Pero justamente por eso, desde que supe del viaje, me emocioné como nunca y tuve en claro que quería hacer con mi tía todas las actividades posibles. En el crucero habría clases, obras, bares, fiestas… y nos propusimos disfrutar de absolutamente todo.

Partimos el 11 de enero. Mi tío nos llevó en auto a Buenos Aires y, durante las siete horas de viaje, iba entusiasmado contándonos detalles sobre el crucero que había leído en internet. Pasamos una noche en la ciudad y, el 13 al mediodía, llegamos al puerto. El embarque fue rápido, por lo que alcanzamos a llegar para el almuerzo.

El barco era un mundo apartado de la realidad: allí arriba no existían los problemas ni las preocupaciones. El hall central brillaba con escaleras de diamantes Swarovski y ascensores de vidrio. Había bares elegantes en cada rincón y, esta vez, un paquete de bebidas libres. Pensaba aprovecharlo más que nunca debido a una sed insaciable que me venía persiguiendo desde hacía meses.

El primer día fue simplemente fabuloso; hasta podría decirse que, fiel a su nombre, fue espléndido.

Con mi primito recorrimos el bufé enorme, con mesas largas, pisos brillantes y ventanales al mar, donde la gente iba y venía con bandejas repletas de las más diversas comidas. En la zona de las piscinas, los más pequeños corrían en el parque acuático y los mayores conversaban tranquilos en los jacuzzis. Más adelante estaba la guardería llena de colores, el atrio donde todos se sacaban fotos, las tiendas con ropa y perfumes iluminados como si fueran joyas. También pasamos por el gimnasio con ventanales que daban al océano, el spa perfumado a aceites, el casino repleto de luces y el teatro vacío, donde el escenario se escondía tras un telón rojo inmenso que a la noche se abría para shows que imitaban a Broadway.

Me había prometido pasar el mayor tiempo posible sin dormir; quería disfrutar de todo: el crucero, mi familia y el océano. Cuando volvimos del recorrido con mi primito, dejamos a mi abuela un rato más en el bufé y, con mi tía, lo llevamos a la guardería. Luego nos unimos a una clase de flexibilidad en el gimnasio, nos cambiamos, cenamos en uno de los restaurantes y terminamos la noche viendo una obra de teatro todos juntos. Cuando regresamos al camarote, mi abuela y mi primito se quedaron durmiendo, pero mi tía y yo todavía teníamos energía, así que fuimos a la discoteca del crucero. Nos acostamos tarde y dormimos apenas dos o tres horas, porque nos habíamos propuesto levantarnos a ver el amanecer al día siguiente y, de paso, volver al gimnasio.

Esa fue la última noche en la que me sentí bien. La recuerdo con una claridad que duele; la emoción me recorría como electricidad, y me dormí convencida de que todo recién empezaba.

Última foto antes del embarque.

Creí que estaba soñando. Desde una esquina me veía a mí misma tendida en la cama. Un joven asiático con un estetoscopio escuchaba nervioso mi corazón; detrás de él, otra chica parecida, y más atrás, una rubia jovencita tomando notas en una libreta. Mi abuela se secaba las lágrimas con un pañuelo mientras sostenía la mano de mi primito, que me miraba confundido. Mi madrina iba y venía, inquieta, con los ojos húmedos.

—Estoy bien —dije en un tono medio alto, sorprendida de mí misma por ese impulso repentino. Siempre fui muy callada y nunca levanté la voz en público, pero al ver que nadie me escuchaba seguí intensificando el volumen.
—Estoy bien, en serio, tía, no necesito ningún médico. Ya me levanté, no llamen a nadie más—.
Y, como ocurre en los sueños, todo se puso negro.

El día estaba nublado, ventoso y llovía demasiado. Me encontré en una lancha de desembarco con mi abuela, mi tía y mi primito. Al levantar un poco la cabeza, vi a dos guardias uniformados que cargaban una camilla cubierta por una manta plateada que parecía de aluminio. Allí, atado con lo que parecían correas de seguridad, estaba mi cuerpo flaco, tembloroso, más liviano que nunca, un cuerpo que apenas reconocía como mío. La lluvia era cada vez más fuerte y las olas golpeaban con violencia. Yo los observaba desde el fondo de la lancha. Vi a mi primito, distraído, corriendo hacia la popa del barquito y jugando a ser el capitán. Era una embarcación pequeña, usada para transportar pasajeros y tripulación desde el barco principal hasta la costa cuando el puerto no es lo suficientemente grande para el crucero. Tenía capacidad para unas 150 personas, así que entendía perfectamente cuando veía a mi primito reír encantado de tener la lancha para él solo. Estaba tan entretenida viéndolo que no me di cuenta cuando todo se tornó negro de vuelta.

Y volví, pero esta vez diferente. El frío me invadía, me temblaban hasta los huesos, pero no me moví. Estaba acostada, quieta. ¿Relajada? Sí. Estaba como dormida, pero despierta. Decidí entonces abrir los ojos. Una luz blanca y artificial me lastimaba la vista de a poco. Una enfermera se acercó antes de que terminara de acostumbrarme.
—Que menina tão linda —me dijo con una sonrisa—. ¿Você está com frio? —preguntó mientras desenvolvía una pequeña colcha y la colocaba sobre la sábana que ya me tapaba.
Otra enfermera, en un español extraño, empezó a explicarme mi nueva condición: “Uma doença crônica para a qual não há cura”. Apenas entendía la mitad, pero escuché la palabra “diabetes” varias veces, y eso me atravesó.

Mientras la escuchaba, me vino de golpe una escena absurda que creía haber olvidado: una clase de biología en cuarto año. Yo fingía estar dormida con un auricular escondido en el pelo. Mis compañeras daban una exposición oral sobre diabetes tipo 2; mencionaban entre las causas el exceso de peso, sedentarismo y mala alimentación. Nada de eso encajaba conmigo. Pero ahora esa palabra, diabetes, era como un sello ardiendo en mi pecho. Mi mente estaba nublada, iba y venía en un vaivén interminable; parecía que seguía en el barco. Pero había visto que me sacaron en la lancha, entonces… ¿Dónde estaba?

Escuché un pitido intermitente y, al levantar un poco la vista, vi una máquina que marcaba mis latidos. Al lado, un suero. Sentí algunos cables. En cada muñeca tenía una aguja y una de ellas estaba conectada al suero. Normalmente me daban mucha impresión, pero para mi sorpresa ni me inmuté; al contrario, me volví a dormir.


Desde que nací tuve una relación extraña con mi abuelo paterno. Era un amor y odio constante. Me molestaba todo lo que hacía, pero sentía una conexión muy profunda al mismo tiempo. Amaba ir a su casa; siempre fui la nieta favorita de mis abuelas, y mi abuela paterna era como mi hada madrina, cumpliendo todos mis caprichos y haciéndome sentir como una princesa.

Había un único problema: mi abuelo. Desde que aprendí a hablar desarrollamos un lenguaje propio, sarcástico, que para otros parecería una competencia constante, pero entre nosotros era nuestra manera de decirnos que nos queríamos.

—¿Por qué tardás tanto en comer, abu? Primero media hora para empezar y después otra media hora comiendo —le pregunté una vez, impaciente.
Él se rió y continuó con su lenta pero segura rutina. Ahora entiendo que esperaba para que le hiciera efecto la insulina y comía despacio por precaución.

Siempre había un cajón lleno de golosinas en su casa, cerrado con llave. Yo sabía dónde estaba porque mi abuela me lo decía, pero nunca entendí por qué lo cerraban. Pensaba que era por mí, porque mi mamá no me dejaba comer tanta azúcar junta, pero entonces no tenía sentido que me contaran cómo abrirlo. Ahora comprendo que, en realidad, era para proteger a mi abuelo.

Antes de comer, mi abuela sacaba su pequeño botiquín y un tensiómetro. Una vez, después de la escuela, le pregunté por qué siempre le ponía “vacunas” al abuelo. Ella, con paciencia, me explicó que era para ayudarlo a comer ciertos alimentos que su cuerpo no podía procesar. No entendí del todo, y no pregunté más.

Mi abuelo murió hace algunos años de un ataque cardíaco, y mi abuela un año después. Me pregunto qué habrían pensado de mí ahora. Por un lado, agradezco que no estuvieran para verme así; no sé si lo soportarían. Por otro, me hubiera gustado tener a alguien con experiencia que me aconsejara. Mi abuela me habría cuidado como cuidaba a mi abuelo, y yo habría compartido más charlas con él; seguramente seríamos mucho más unidos ahora.


—Princesinha—.
Al escuchar eso abrí los ojos. Era una enfermera de piel pálida, con lentes, que mientras acariciaba mi cabello me preguntó si necesitaba algo. No sé si no podía contestar o si simplemente no encontraba las palabras, pero ella tampoco parecía esperar una respuesta inmediata. Con calma, sacó de una bolsa junto a la cama una crema y un humectante de labios, y con la delicadeza y confianza de dos amigas de toda la vida, arregló mi aspecto, seguramente desalineado después de dormir tantas horas seguidas. Mientras lo hacía, me decía que era muy bonita y que tenía una familia hermosa, como si necesitara recordármelo en ese lugar tan alejado y desconocido para mí.

El tiempo en terapia intensiva no existía. No había ventanas, por lo que la luz natural nunca entraba, y el ruido de fondo era constante: los pitidos de los monitores, el soplido de los respiradores, el goteo de los sueros, pasos suaves, ruedas de camillas, voces bajas que se unían en un murmullo. Solo de noche se percibía una leve calma, cuando las luces se atenuaban un poco y el movimiento disminuía. Pero daba igual, porque los diez pacientes que estábamos ahí dormíamos casi todo el tiempo, hundidos en esa eternidad sin reloj. Yo también me volví a dormir.

Entre sueños vacíos, como si mi cuerpo tratara de juntar fuerzas, de pronto abrí los ojos de golpe. En ese instante se abrieron las puertas de la sala y entraron ellos. Mis papás. Fue como si los hubiera presentido antes de verlos, como cuando de chica me quedaba con el celular escondido bajo las sábanas y escuchaba sus pasos acercarse lo justo para fingir que estaba dormida.

Mi camilla estaba en diagonal a la puerta, así que me encontraron enseguida. Venían rápidos, con el rostro marcado por la preocupación, pero al notar que yo estaba despierta, que estaba consciente, que estaba bien, esbozaron una sonrisa de alivio.

Mamá se acercó y me acarició la frente con delicadeza.
—Ya estoy acá, hijita. Yo sabía que no era tu culpa. Sabía que algo andaba mal—.

Su cara estaba enrojecida, los ojos llenos de lágrimas. Papá, parado al otro lado de la camilla, miraba alrededor, nervioso y a la vez aliviado. Escuchaba el latido de sus corazones acelerados y recién entonces entendí lo grave de todo. Habían cruzado dos mil kilómetros, dejado a mis hermanos quién sabe dónde y gastado una fortuna en vuelos de último momento; esto, entonces, no era pasajero. No iba a salir tan fácil de ahí.

Se quedaron apenas unos minutos y eligieron salir antes del tiempo permitido para darle lugar a mi tía y a mi abuela. Se despidieron más tranquilos de lo que habían llegado y prometieron volver al día siguiente.

Pasaron apenas unos instantes y vi entrar a mi tía y a mi abuela. Traían en la cara una mezcla de sorpresa y felicidad, como si no me hubiesen visto hace años. Me reconocían, pero ya no como la persona que había subido al crucero con ellas, sino como alguien que parecían haber perdido hace mucho. Me veían como a una persona normal, sana, cercana, incluso feliz. Por primera vez en mucho tiempo sentí que alguien me miraba sin esa expresión cargada de miedo, incomodidad y preocupación que parecía despertar en todos los que me conocían.


Hacía meses que estaba así: cansada todo el tiempo. Dormía de día y me agitaba con cualquier esfuerzo. Estaba flaca, y cuando digo flaca me refiero a que me veía enferma. Mi familia estaba muy preocupada.

Hay un recuerdo en particular que no abandona mi cabeza, aún hoy. El 31 de diciembre. Estaba con mamá; habíamos ido al centro a cambiar unas botas que mi papá le había regalado para Navidad. Hacía mucho calor, así que usé un vestido que dejaba ver mi espalda y me hice una trenza. Al volver, sentía que las personas me observaban; parecían impresionadas o incluso asustadas. Mamá también lo notó: caminó más lento hasta quedar un poco atrás, me miró y pudo ver cada hueso de mi espalda marcada bajo la piel. Los omóplatos sobresalían, la columna parecía un cordón fino de vértebras tensas, y la curva de mis costillas se dibujaba con claridad bajo el vestido ligero. Esa visión la hizo detenerse un instante y, con el corazón encogido, empezó una “charla”, que en realidad era más un reto que ya venía escuchando los últimos meses. Estaban convencidos de que era anoréxica y me culpaban todo el tiempo. A pesar de que comía, incluso de más, lo veían y no entendían. Había algo en mí que no estaba bien; parecía que me estaba consumiendo. Soportaban mi mal humor, mi hambre voraz, mis despertares nocturnos, mi encierro, mi cansancio.

Recuerdo que la charla duró hasta la tarde. Yo ya no tenía fuerzas para discutir. El cansancio me ganaba y el sueño condicionaba cada palabra. Entre lágrimas de impotencia me encerré en mi habitación y lloré. Cuando se me pasó un poco, me levanté para cambiarme el vestido que me había traído tantos problemas y, como siempre, me mareé, la vista se me nubló, las piernas me temblaron. Me vi en el espejo y no parecía yo.

Tomé conciencia. No era normal. No era normal no poder moverme sin agitarme, no era normal dormir todo el tiempo y seguir cansada, no era normal tomar ocho litros de agua y seguir con sed, no era normal comer de más y adelgazar, no era normal despertar llorando por calambres, no era normal que la vista se me nublara y la cabeza diera vueltas al pararme, no era normal estar encerrada todo el día, no sentir emoción por nada, no tener energía ni para mantener una conversación. No era normal que me costara tanto existir. Había algo mal en mí. Nunca había visto ni escuchado a alguien que le pasara lo mismo. Ese día algo cambió; no sé por qué ni cómo logré apagar todos esos sentimientos. Me sequé las lágrimas, me cambié y, solo entonces, apareció un pensamiento que jamás creí tener: “No me queda mucho tiempo”.

A partir de ahí, mi visión sobre la vida y sobre mí cambió. Dejé de preocuparme por resolver lo que no sabía cómo resolver y me resigné a disfrutar cada momento que me quedara. Me propuse esforzarme para dejarle a mi familia la mejor versión de mí. Les debía una yo feliz, aunque fuera por un momento.


Después de lo que intuí como un día entero, volvió la enfermera de antes. Me saludó con voz dulce, casi como una maestra de jardín, y me preguntó si quería sentarme. Acepté, aunque el cansancio seguía consumiéndome. Me ayudó a incorporarme. Sentí la presencia de cada cable, las dos agujas del suero, la sonda, los parches de electrodos y el pulsioxímetro. Una vez sentada, sacó de una bolsita un cepillo rosa. Era mío; mis papás debían de haber traído algunas de mis cosas. Con paciencia me cepilló el cabello y me hizo una trenza, entreteniéndose un buen rato con la extensión de mi pelo.

Nunca había estado enferma de verdad. Jamás me habían internado, nunca me quebré ni tuve una urgencia médica. Todo lo que conocía del “lado feo” de los hospitales lo había visto en series o películas. Ahora era distinto. El segundo día pasé más tiempo despierta. Un par de chicos de rehabilitación me ayudaron a pararme, y al día siguiente logré dar algunos pasos sola. Me aplaudieron como si fuera un triunfo enorme. La enfermera de la voz dulce ya no estaba; la reemplazó otra, mayor, rápida y práctica, que me ayudó a bañarme, peinarme y volver a la cama. Dormité un rato, agotada.

Así pasaron tres días, entre enfermeras, nutricionistas, médicos, mi familia y otros pacientes que, aunque no hablábamos, me resultaban cercanos. Había algo en ellos con lo que me identificaba, aunque el estado de cada uno era distinto. Nos unían el espacio, los cuidados, las miradas, los tratos.

Al cuarto día me trasladaron a la sala común. Esperaba ese momento con ansias. Me decían que faltaba poco, que estaba mejorando, que sería cuestión de uno o dos días para el alta.

Esa madrugada, una enfermera me despertó y me llevó a bañarme con cierta prisa. El hospital estaba en calma; el silencio se sentía extraño, y aun así había algo de alivio en esa quietud. Una vez limpia, volví a la camilla y permanecí despierta hasta el mediodía.

Más tarde, otra enfermera entró con una silla de ruedas. Podía caminar, pero me explicó que el trayecto sería largo y no tuve otra opción más que sentarme y dejarme llevar. Salí con mi bolsita de higiene, la que mis papás habían preparado, y recorrí los pasillos saludando a los médicos, enfermeros y fisioterapeutas que tanto me habían cuidado. Sentí un gran entusiasmo, como si cada saludo confirmara que seguía adelante, que subía un nivel, que avanzaba hacia mi alta.

Mis papás me esperaban afuera de la puerta y me acompañaron desde atrás mientras avanzábamos por un pasillo interminable. A los costados observé las ventanas por donde entraban apenas unos rayos de sol que me envolvían con una calidez que había extrañado demasiado.

Finalmente llegamos a la habitación. Había otra mujer allí, debía tener unos ochenta años. Estaba muy bien vestida, perfumada, con un aire de elegancia. Al principio me sonrió, aunque percibí cierta extrañeza, seguramente por mi edad. En ese sector de adultos, yo debía de ser la más joven, y llegar en bata desde terapia intensiva debía parecerle desconcertante. Apenas quedamos solas, me preguntó por qué estaba allí.

Le conté sobre mi diabetes. Me dijo que ella también la tenía, aunque lo que realmente la afectaba era un cáncer de pulmón. Se llamaba Teresinha. Tenía una aguja del suero que usaba constantemente. Yo también llevaba agujas, una en cada brazo, aunque en mi caso eran solo por precaución.

Al día siguiente, una de esas agujas comenzó a incomodarme en el brazo derecho. Pregunté si podían quitármela, pero la enfermera explicó que debía permanecer allí en caso de que tuviera que volver a terapia intensiva y la otra no funcionara. Mis venas eran demasiado delgadas y repetir el procedimiento sería demasiado riesgoso.

Intentaba no pensar en nada de eso, ni en la diabetes ni en el dolor que todavía me punzaba en el brazo. Mis papás me repetían una y otra vez que debía estar tranquila, que pensara en cosas lindas, que no me desesperara. Me contaron que estábamos en Camboriú, Brasil, y que habían conseguido un departamento cerca del hospital, que me iba a encantar cuando pudiera salir de allí. También me dijeron que mi tía y mi abuela habían tenido que regresar a Córdoba en colectivo. Lo sentí muchísimo; aún hoy me pesa. Me siento culpable de haberles arruinado las vacaciones, de haberles hecho perder dinero, tiempo y energía.

A los dos días, cuando supuestamente recibiría el alta, la doctora llegó mientras estaba con mis papás. Nos explicó que mis niveles de glucosa no se habían estabilizado todavía y que debía esperar hasta encontrar la dosis de insulina correcta. Esa explicación se repitió varias veces y, con cada repetición, crecía mi sensación de encierro. Empecé a pensar que nunca me dejarían salir. La ansiedad y la desesperación empeoraban inconscientemente mis niveles de glucosa.

Una vez por día me sacaban sangre, me administraban insulina al menos cinco veces, me hacían fisioterapia, me tomaban la presión, la temperatura y la glucosa. Todo el tiempo alguien entraba a medir algo, a revisar algo, a pincharme otra vez. La desesperación se volvía cada día más grande. Me sentía atrapada, y el brazo me dolía cada vez más, como si la aguja se hubiese vuelto parte de mí. Y así pasaron diez días.

La noche anterior al alta la recuerdo con claridad. Tenía el brazo apoyado sobre una almohada para evitar que la sangre bajara hacia el suero que aún se negaban a quitarme. El dolor era tan insoportable que no me importó que Teresinha y su hija estuvieran durmiendo. Lloré fuerte, con todo lo que tenía dentro. Cada punzada me retorcía y mi corazón latía tan rápido que sentía que podía salirse.

Al amanecer desperté dos horas antes del desayuno. El dolor seguía ahí, constante, imposible de ignorar. Cuando la enfermera entró con la bandeja y la dejó al lado de mi cama, ni la toqué. Minutos después, la doctora entró. Al verme llorar se alarmó y, tras consultar la situación, ordenó que me quitaran los sueros. Fue muy doloroso, pero al mismo tiempo sentí que me sacaban un peso inmenso de encima. Aunque aquel suero me había dejado una trombosis que requeriría rehabilitación y un mes para recuperar la movilidad del brazo, las lágrimas que corrían ya no eran solo de dolor, sino de alivio. Había llegado el alta.

Media hora después llegó mi papá. Mientras esperábamos a la doctora para la última charla, empecé a guardar mis cosas. Había estado menos tiempo que otros pacientes, pero para mí fue una eternidad. Mis papás habían tratado de que mi habitación en el hospital se pareciera lo más posible a la de casa: tenía mi ropa, mantas, almohadas, todo rosa. Sabían que era mi color. Estoy segura de que mamá pensó en cada detalle. Casualmente, a Teresinha también le gustaba el rosa. Podría decirse que era la habitación más rosada del hospital.

Papá se sentó en el sillón junto a mi camilla, amplio y cómodo, para que los acompañantes pudieran quedarse a dormir. Me miraba mientras iba y venía, lavándome las manos, guardando cosas, volviendo a lavarlas. Afuera, en el patio, Teresinha hacía su caminata matutina. Había una tranquilidad extraña. Sentía que me faltaba tan poco y, a la vez, muchísimo. El hospital estaba terminando, pero la diabetes recién comenzaba. Ahora me enseñarían a cuidarme, lo que, en realidad, significaba aprender a mantenerme viva.

La doctora volvió y nos explicó las dosis, tipos de insulina, qué comer y qué no, cómo hacer ejercicio con cuidado, no estresarme, no deprimirme, no olvidarme de medir mi glucosa y anotarla. Al final, le entregó a mi papá el papel que confirmaba mi alta. Le agradecimos y tomamos mis cosas. Miré por última vez la habitación. Mi cama estaba iluminada por un rayo de sol que entraba por la ventana que daba al patio. Allí Teresinha conversaba con su hija. Siempre sonriente, incluso en medio de todo. Se arreglaba, se maquillaba, se perfumaba, se peinaba, aunque apenas pudiera respirar o caminar, aunque pasara noches enteras tosiendo y con taquicardia. Era feliz.

Si Teresinha podía disfrutar a pesar de su condición, yo también. Cambié mi actitud en ese preciso instante.

Salimos finalmente hacia afuera. Afuera.

Mi mamá nos esperaba en un bar. Cuando la vi, no pude contenerme y lloré, pero por primera vez fueron lágrimas distintas: lágrimas de felicidad, de tranquilidad, de paz.

Y sí, salí por fin de allí. Y no me refiero únicamente al hospital. Escapé del infierno en el que me había convertido, del disfraz que me atormentó durante meses. Aquel 16 de enero me fui a dormir y, en ese sueño, quedó la versión de mí desganada, egoísta, desinteresada, fría y oscura. No sabía lo que me esperaba: la insulina diaria, las cuentas constantes de azúcar, las nuevas reglas que ahora regían mi cuerpo. Pasaron semanas hasta que pude volver a dormir sin miedo a no despertar. Vendrían más complicaciones, cosas que todavía hoy me sorprenden, pero nada podría ser peor que “vivir” como antes, atada a una ausencia propia que me consumía desde dentro.

De esa siesta desperté yo. Una yo que hacía tiempo no sentía, con el pulso encendido y una lista interminable de metas por lograr. No fue un final ordenado ni una cura mágica; fue un cierre y, al mismo tiempo, el inicio de una responsabilidad constante que aprendí a aceptar con el tiempo.

Aprendí a quererme en voz alta, a pelear por mi cuerpo y por mis días, a devolverle a mi familia la calma que les había robado sin querer. Aprendí que la fragilidad no me define; lo que me define ahora es la decisión de seguir, de construir una versión mía que elija vivir cada mañana.

Si algo me quedó claro es que sobrevivir no es volver a estar igual: es elegir, cada día, quién soy, mis valores y, sobre todo, mi valor. Y ese es el milagro que me traje del hospital; no la ausencia del miedo, sino la convicción de que, aunque la vida me cambió por completo, todavía puedo volver a empezar.

Agradecimientos

Para toda mi familia, que desde Córdoba estuvo presente con su preocupación, su apoyo y sus formas de acompañarme, incluso a la distancia.

Para mi abuelita, con quien crucé océanos y países, y con quien todavía seguimos soñando con más destinos por recorrer.

Para mi papá Martín, que con su inteligencia y su viveza supo sostener mi recuperación, tanto física como emocional.

Y para mi mamá y mi madrina, mis heroínas, a quienes, literalmente, les debo mi vida. Ellas fueron mis guardianas en los momentos más oscuros, las que no soltaron mi mano ni un segundo y me devolvieron la fuerza cuando yo ya no la encontraba.

A bordo de un mar que se agitaba dentro y fuera de su cuerpo, despertó a una nueva vida. En el límite entre el sueño y la conciencia, descubrió que sobrevivir no es volver a ser la misma, sino aprender a elegirse cada día.