Inteligencia Colectiva

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Ella resiste: una historia de superación trans

Por Lorenzo Díaz Moyano

Aprovechó que no había nadie en su casa y se dirigió al cuarto de su madre. Al lado de la cama, en un pequeño ropero, buscó entre las ropas hasta que lo encontró: era un vestido de novia de un deslumbrante azul Francia. Se puso unos tacones altísimos y una toalla en la cabeza. Se maquilló y colocó un cassette con viejas canciones de Valeria Lynch. Frente al espejo, cantaba y bailaba con una alegría sencilla. En esos momentos, tan pequeños pero tan valiosos, se sentía completamente ella…
Lo hacía hasta que un día llegó su mamá un poco más temprano de lo normal. No tuvo tiempo de quitarse la ropa ni el maquillaje. ¿Cómo un varoncito puede andar vestido de mujer? Su madre la golpeó violentamente y, cuando más tarde llegaron sus hermanastros, harían lo mismo con ella. Ese día no solo quedó con moretones y marcas en la piel; su corazón y su alma también fueron devastados, dejando heridas que no cicatrizan.


Lorena nació un 7 de junio de 1970 en el barrio Stoecklin, en La Calera. No era una zona muy poblada en aquel entonces. El barrio contaba con unas 30 casas y se encontraba cerca de un río de aguas cristalinas.
Su madre biológica falleció en el parto. Su padre, quien ya se hacía cargo de sus tres hermanos mayores, no podía cuidarla, así que decidió entregarla a otra familia. Luego de estar de “brazo en brazo” durante sus primeros meses de vida, fue adoptada por una familia humilde de un matrimonio con siete hijos: cuatro varones y tres mujeres. Vivían en una casa, pequeña pero acogedora, que contaba con dos ventanas y paredes sin revoque. Al ser adoptada le asignaron otra fecha de nacimiento: dos de agosto.
Rebelde, pícara y pésima alumna, Lorena era muy mimada por su mamá, Carolina, a quien le hacía berrinches todos los días. A veces, cuando Carolina salía de compras y no llevaba a Lorena con ella, aquella pequeña desobediente lloraba en el piso hasta convencerla.
A pesar de eso, quienes tenían el mando de la casa eran sus hermanastros. Le hicieron la vida imposible. No hubo un día en el que Lorena no se sintiera poco querida en esa casa. Con insultos como “sapo de otro pozo”, Lorena era constantemente maltratada por no ser considerada parte de la familia.
No solo la agredían verbal y físicamente, sino que también abusaban sexualmente de ella. La primera vez que uno de sus hermanastros mayores la abusó, ella tenía tan solo seis años.

Instituto de menores

A pesar de ser adoptada desde bebé, su madre nunca le ocultó que la familia de hombres que vivía a dos cuadras de su casa, eran sus hermanos y papá de sangre. Sin embargo, ella nunca los consideró parte de su familia.
No fue fácil para ella vivir en el mismo barrio de las personas que la abandonaron. Tan presentes y a la vez tan ausentes; nunca preguntaron por su vida ni se acercaron a explicar el porqué de su partida. En cada esquina, en cada cuadra, en cada calle, cuando los veía, Lorena sentía el vacío de lo que nunca fue.
Uno de sus hermanos falleció y del otro nunca supo nada.
Lorena no aguantaba más los maltratos y el continuo desprecio que su familia sentía por ella; la tristeza y la soledad la consumían. Dado que su padre biológico aún estaba vivo y ella no estaba legalmente bajo la tutela de nadie, la Policía le ofreció escoger entre quedarse con su madre o con su padre biológico. De no elegir ninguna de las dos opciones, tendría que ser enviada al instituto de varones menores ubicado en barrio San Martin.
Tenía 10 años.
Aquella niña, sin deseos de seguir sufriendo en su propia casa, escogió el instituto. Una tarde, con el corazón hecho pedazos, guardó sus pocas pertenencias en un pequeño bolso y se subió a una camioneta negra, acompañada por policías que la conducirían a su nuevo destino. Pero quedó aún más dolida al ver que quienes supuestamente eran su familia no derramaron ni una sola lágrima. Sus miradas, vacías y sin reflejo alguno de nostalgia, le dejaron claro que su ausencia no dejaría rastro en sus vidas.
Cuando llegó, aquel edificio viejo y descuidado no le generó ningún tipo de sentimiento ni expectativa; no sintió miedo. ¿Qué podría ser peor que quedarse completamente sola, sin una familia a la cual acudir o extrañar?
Estuvo un par de horas en una oficina fría y poco iluminada, mientras se realizaba el trámite de admisión, el cual se complicó ya que el instituto solo admitía niños de 11 a 14 años. Luego, la llevaron al lugar donde dormiría. Era un cuarto grande, oscuro, con muchas camas tipo cucheta.
Ese instituto sería su próximo infierno.
— Maricón de mierda.
— Puto.
Oír eso era algo con lo que convivía todos los días. Las primeras noches fueron las peores. La escupían, la golpeaban, le quemaban partes del cuerpo y cuando se bañaba, se metían a molestarla o lastimarla.
La violencia fue tal, que el caso de Lorena fue notado por los directores y maestros del lugar. Los profesores debían permanecer en la puerta de los baños cuando ella se encontraba ahí. Además, Lorena debía dormir acompañada de alguna de las autoridades del lugar en un cuarto aparte que quedaba cerca de la oficina del director.
Encontró en algunos amigos un reflejo de sí misma. Cuando los profesores se ausentaban, solían escaparse por un pequeño balcón que daba a unas rejas oxidadas y se dirigían a las plazas cercanas. Allí, jugaban por unas horas, hasta que el inconfundible ruido de los motores viejos de las camionetas policiales anunciaba su regreso forzado al internado.
Aquellos pocos amigos que encontró se escaparon y nunca más volvieron.
Un día, luego de ser golpeada en el patio trasero por dos chicos, decidió seguir el mismo destino que sus amigos.
En el segundo piso había una ventana con un pequeño balcón que daba a unas rejas de alambre oxidado y rotas, creando un hueco lo suficientemente grande como para que Lorena pudiera escapar. Sin un bolso ni equipaje, y solo con la ropa que llevaba puesta, se asomó al balcón, sola y temerosa, sin saber exactamente qué le esperaba. Sin embargo, estaba convencida de que ese lugar jamás le permitiría ser feliz. Fue así como, impulsada por el deseo de sentirse libre, saltó y logró atravesar el hueco entre las rejas.
Cayó sobre un pastizal algo alto, que amortiguó su caída y evitó lastimarla. Corrió a tomar un colectivo que la llevaría hasta la Plaza San Martín. Al llegar, ya era tarde-noche, y encontró un banco en el que se recostó para descansar
No pudo dormir en toda la noche. Se la pasó llorando.

Mi verdadero nombre

No tenía a donde ir, estaba completamente sola. Sin familia, sin amigos, sin siquiera alguien que pudiera darle un plato de comida. Pasaba hambre, frío y, todas las noches, al recostarse sobre las banquillas de la plaza, lograba conciliar el sueño tras el cansancio de un llanto interminable. El dolor y el desgaste físico aliviaban momentáneamente el dolor de su corazón.
Una noche, Lorena no lograba dormir y decidió caminar por la plaza. Comenzó a ver como una gran cantidad de autos se dirigía hacia una esquina. Allí, las vio a ellas. Eran trabajadoras sexuales.
Se acercó al lugar con una mezcla de temor y esperanza, anhelando encontrar personas que pudieran comprender su dolor y, quizás, brindarle un poco de compañía. Dos niñas, que parecían de su misma edad, la miraron con una intensidad que hizo que Lorena sintiera, por primera vez, que la veían tal como ella era en realidad. Era como si también ellas compartieran su camino.
Se acercaron a Lorena y le preguntaron:
— ¿Cual es tú nombre?
— Nicolas- respondió, algo tímida.
— Pero, tu verdadero nombre…
Tenía un nudo en la garganta. Era como si, en ese momento, el mundo se hubiera detenido para darle lugar a una verdad que había permanecido oculta. Hasta entonces, Lorena no había pensado en cambiar su nombre. Nunca se hubiera imaginado que encontraría un espacio en donde sentirse libre de ser ella misma.
— Lorena.
En ese instante, su nombre se convirtió en más que una simple palabra. Era un símbolo de seguridad, un reflejo de su verdadera identidad que, ahora, podía compartir sin miedo.
Las niñas, al escuchar su nombre, mostraron una sonrisa que confirmaba que la comprendían y la aceptaban. Lorena sintió algo de paz.
— Que hermoso nombre.
— Yo soy Tatiana y ella es Betiana. ¿Querés este pedazo de pan?
“Se convirtieron en mis amigas íntimas, éramos inseparables. A donde una iba, las otras dos la seguíamos atrás siempre”.

La prostitución

Lorena veía como esas mujeres, al prostituirse, ganaban algo de dinero que les alcanzaba para comer, comprarse vestidos, ropas y maquillaje. Fue así como vio una oportunidad para vestirse como ella quería y comenzar su transición. Mas adelante, también comenzaría un tratamiento hormonal.
Aquella situación vulnerable, peligrosa y algo oscura se convertía, paradójicamente, en una puerta abierta hacia una nueva vida. Era la única forma de manifestar su identidad, de ser ella misma sin miedos. Una forma de sentirse acompañada y de ser reconocida por quien realmente es.
Lorena comenzó a prostituirse a los 12 años.
La vida en la calle no era nada fácil. Lorena, Tatiana y Betiana, juntaban las pocas colchas que tenían y, bajo unos arbustos, las colocaban en el suelo para poder recostarse y dormir. Cuando no conseguían clientes algunas noches, recurrían a la delincuencia para comer algo de pan o para conseguir ropa que vestir y no pasar frío. Cuando trabajaban, algunos hombres ni siquiera pagaban, eran violentos y, con la excusa de querer un servicio, las llevaban en sus autos para abusarlas, golpearlas y dejarlas tiradas por ahí.
Sin embargo, existían algunos pocos que les ofrecían comida y ropa. Otros, preferían que el servicio se realice en sus propias casas, donde Lorena aprovechaba para bañarse y conseguir un poco de comida y ropa para sus amigas.
En medio de esa vulnerabilidad y marginación, las chicas buscaban alternativas para evadir su realidad. Intentaban hallar formas de olvidar el sufrimiento y el dolor que las rodeaba, así como el que habían dejado atrás. Así, caían en adicciones que involucraban el alcohol y las drogas, buscando un refugio pasajero que les permitiera salir de un mundo que parecía no ofrecerles escapatoria alguna.
Lorena comenzó a drogarse y a beber cuando tenía 14 años.

La Dictadura

No eran solo la indigencia, el hambre y el tipo de trabajo que realizaba Lorena lo que ponía en riesgo su vida, sino que también había grandes represiones que se realizaban en aquel entonces. Los grupos militares tomaban medidas muy severas contra las personas trans.
Una noche, Lorena se encontraba sentada junto a Tatiana en una esquina de la plaza fumando un cigarrillo, cuando comenzó a escuchar gritos de Betiana, quien estaba realizando servicios en la otra cuadra.
— ¡Los milicos! ¡Corran!
Rápidamente agarraron sus pertenencias y comenzaron a correr. Venían en furgones y camionetas a gran velocidad. Dieron la vuelta a la manzana gritándole a los vecinos que abrieran las puertas de sus casas para socorrerlas, pero nadie respondió. Mientras corrían, se escuchaban los disparos y los motores de otros autos en los que se llevaban a las demás chicas de la plaza que gritaban e insultaban a los civiles.
Asustadas, se escondieron detrás de unos arbustos, pero no pudieron escapar. Las arrastraron violentamente y las subieron a los vehículos mientras las golpeaban con palos y con las culatas de las armas. Les colocaron trapos negros en los ojos y comenzaron a escupirlas y golpearlas.
Llegaron a uno de los centros de tortura de aquel entonces: el Cabildo. Las llevaron a un cuarto oscuro, donde las ataron y colgaron de los brazos con esposas. Las insultaban, abusaban de ellas, las golpeaban, agarraban cuchillas y lastimaban algunas partes de su cuerpo, les tiraban baldes de agua fría ya que era pleno invierno, les cortaban el pelo, entre otros tipos de tortura.
De acuerdo con lo que decidieran los civiles, podían pasar días presas o ser liberadas luego de ser intervenidas.
Esa noche, Lorena, Tatiana y Betiana volvieron a la plaza San Martín sangrando. Apenas conseguían caminar y su vista se nublaba por los moretones que cubrían sus rostros. No podían hacer nada. Creían que ese sufrimiento era el precio que debían pagar por ser quienes eran. Sin embargo, tras tantas dificultades que atravesaron a lo largo de sus vidas, ya nada les dolía.
Compensaban esa soledad y ese sufrimiento encontrándose la una a la otra, cuidándose y protegiéndose entre ellas. Si antes habían estado solas, al perder a sus familias, ahora hallaban en su vínculo un nuevo sentido. Eran hermanas de vida, unidas por su dolor y resistencia.
“Te metían en esos lugares y salías morada. Esas situaciones te hacen de fierro”
Estos hechos serían recurrentes durante varios años.

Perder todo

Una noche, Lorena estaba trabajando en la Cañada. Ya era tarde y sabía que tenía que regresar a la plaza. Justo en ese momento, un taxi amarillo se detuvo frente a ella. Sin pensarlo mucho, se subió.
El conductor era Gustavo, un chico de 19 años, algo robusto y con una barbilla poco prolija. Durante el trayecto, comenzaron a hablar. Gustavo preguntó su nombre, y la conversación comenzó a fluir. Él hacía chistes y se notaba que intentaba hacerla reír. Había algo en él que resultaba simpático.
Al llegar a la plaza San Martín, Gustavo le preguntó si podría volver a verla. Fue así como comenzaron a salir todas las noches. Su conexión creció rápidamente, y en poco tiempo se volvieron pareja.
Hacía mucho que Lorena no sonreía como lo hacía con Gustavo.
Pasaron 11 años juntos, pero nunca pudieron convivir en una casa propia ya que Lorena era una mujer de carácter fuerte y poco comunicativa. Aunque había amor entre ellos, las diferencias marcadas por sus formas de vida eran evidentes.
Un día, Lorena estaba en prisión cuando llevaron a una de sus amigas a la celda donde ella se encontraba.
— ¿Cómo estás, Lore?
 — Bien, ya el lunes me sacan de acá.
 — Pero ¿te enteraste, no?
 — ¿De qué? No sé de qué hablas.
 — Perdón, pensé que ya sabías…
 — ¿Saber qué?
 — Lore… Gustavo falleció ayer. Me lo contó la Fani.
Un silencio pesado invadió la celda.
Dos días antes, Gustavo, drogado y casi inconsciente, se quedó encerrado en su habitación. Buscó desesperadamente una salida. Afuera, a dos metros de su balcón había un poste de luz de madera. Gustavo, sin la capacidad de razonar, tomó una decisión peligrosa, creyendo que podría deslizarse por el poste y llegar al suelo sin daño. Su estado no se lo permitió y cayó de un balcón de tres metros de altura, golpeándose gravemente la cabeza. Al día siguiente, fallecería en el hospital.
Al salir de la cárcel, Lorena quedó devastada. Sus amigas no la reconocían. No quería comer y se refugiaba en el alcohol para suplir la angustia. No dormía. No hablaba. Se sentaba en las esquinas cerca de la Cañada, leyendo las patentes de cada taxi que pasaba, con la esperanza de que el amor de su vida apareciera de repente y la subiera a su auto como todos los días.
Sin embargo, la vida de Lorena comenzó a desmoronarse aún más cuando quienes consideraba sus hermanas, fallecieron.
Tras ser delatada por uno de sus clientes, Lorena fue enviada a la cárcel nuevamente, donde estaría dos meses. Una tarde, recibió la visita de una de sus amigas, Cecilia, quien también conocía a Tatiana y Betiana. Al ver a Cecilia, Lorena supo de inmediato que algo no estaba bien. Cecilia parecía perturbada; sus ojos estaban caídos y su rostro, apagado.
— ¿Qué pasó? — preguntó Lorena, preocupada.
— Lore… Tengo que contarte algo…
— Contame, ceci.
— Tatiana y Betiana… fallecieron.
Betiana se había ahorcado con una soga. Tatiana, debido al consumo desmedido de drogas, había contraído meningitis.
Lorena quedó paralizada. Se sentó, casi desvaneciéndose, mientras su respiración se agitaba y su pecho se contraía. Aquellas dos mujeres, quienes la vieron por primera vez y la entendieron como nunca nadie lo había hecho, ya no estaban. Se sintió vacía, como si la vida sin ellas ya no tuviera ningún sentido. Sus hermanas, las primeras en extenderle una mano y ofrecerle un poco de comida, quienes la protegían como una madre a su hija y le brindaron un hogar en el sentido más cálido de la palabra, se habían ido.
Consumida por el dolor y el sufrimiento, Lorena intentó varias veces quitarse la vida. En muchas ocasiones, casi lo logra.
“En ese momento ya no me importaba nada”

Un nuevo propósito

Luego de tocar fondo varias veces con el alcohol y las drogas, Lorena decidió que aquel no sería el final de su historia. Sin saber de dónde sacar las fuerzas para seguir adelante, pidió ayuda en el IPAM (Instituto Provincial de Atención Médica). Comenzó un tratamiento que hasta el día de hoy intenta seguir.
Fue en ese entonces que conoció a Pía, una militante de ATTTA (Asociación de Travestis, Transexuales y Transgéneros de Argentina) que se dedicaba a ayudar a mujeres trans en situaciones complicadas, como la de ella.
Pía le ofreció a Lorena quedarse en su casa por un tiempo y le prometió que le conseguiría trabajo. Así, cerca del año 2013, Lorena comenzó a trabajar en los Servidores Urbanos de Córdoba. Pudo alquilar su primer departamento e independizarse, dejando atrás toda una vida marcada por la oscuridad y marginalidad de la calle.
Lorena se unió a Pía en ayudar a otras chicas que vivían en las calles de Córdoba. Junto a otras mujeres, auxiliaban a personas trans que no tenían trabajo, hogar, familia o incluso comida.
Una madrugada, Pía y Lorena recibieron a una chica trans en la puerta de su casa. Estaba casi sin ropa, temblando, con los ojos rojos y llorosos. Estaba completamente pálida y, llena de lágrimas, pedía ayuda. Estaba drogada y alcoholizada.
Lorena sintió que era un reflejo de ella misma. En ese instante, recordó todo lo que había atravesado y no soportó ver que aquella muchacha tan joven estuviera pasando por lo mismo. Rápidamente se dirigieron al hospital para que le realicen una desintoxicación. Algunas semanas después, la joven se había recuperado y, gracias a la ayuda de Pía, encontró trabajo y un lugar donde dormir.
Quizás fue así como Lorena encontró la manera de seguir adelante. Ya no solo lucharía por mantenerse a ella misma con vida, sino que se dedicaría a ayudar a otras mujeres a no atravesar las dificultades y adversidades que ella había vivido.
Sintió que ese era su nuevo propósito.


El 6 de agosto de 2021 se inauguró el Centro de Contención Trans impulsado por la Asociación de travestis, transexuales y transgéneros de Argentina (ATTA). Es el primer centro de contención para personas trans en Córdoba, del cual Pía es hoy en día presidenta.
Está ubicado en la calle Igualdad 120, zona del Mercado Norte, cerca del parque Las Heras. En el centro de contención funcionan emprendimientos, talleres y servicios educativos y de salud. Las personas que se acerquen allí reciben asistencias de todo tipo: desde la realización de trámites de documentación hasta apoyo psicológico, así como también recibir alimentos y otros servicios esenciales.
Al igual que Lorena, muchas chicas en situaciones de precariedad se acercan todos los días buscando ayuda, un refugio, un acompañamiento. Sin embargo, últimamente desde el centro de contención no están recibiendo apoyo del gobierno para cubrir sus gastos esenciales como el alquiler, luz, gas, etc.
El lugar funciona “a pulmón”. Las chicas realizan venta de empanadas, colectas y reciben la mayor cantidad de donaciones que pueden para que aquel espacio que tanto les costó construir, no desaparezca.
Es importante que se conozca la existencia de lugares como este, pero por sobre todo, las historias que tienen por detrás. Aquellas mujeres, ocultadas forzosamente de nuestra sociedad, merecen poder salir a la luz ya que, a lo largo de la historia, ellas nunca pudieron ser. Muchos dicen que en otras épocas “estas cosas” no existían, pero en realidad era algo de lo que no se hablaba por ser tabú.
“De lo que no se habla, no existe; y lo que no existe, se margina”
Eran maltratadas, rechazadas, torturadas y asesinadas. Eran silenciadas y marginadas, pero siempre estuvieron presentes y hoy, más que nunca, luchan por reivindicar los derechos que les fueron arrebatados a lo largo de sus vidas.

Marcada por una vida de abusos, rechazo y marginación, Lorena encuentra en la ayuda a otras mujeres trans su razón para seguir adelante. Hoy, el Centro de Contención Trans en Córdoba, fruto de una historia de resistencia y lucha, se convierte en un refugio para quienes necesitan apoyo y acompañamiento en su camino hacia una vida digna y libre de violencia.