Por Guadalupe Cuenca

El sonido del viento cortando el silencio fue lo primero que sintió al lanzarse desde el avión. Había entrenado por semanas para ese momento, repitiendo cada movimiento hasta que se volvieron automáticos. Pero nada la preparó para la sensación de libertad, paz y el aire que la envolvió como un abrazo que le recorrió el cuerpo al caer en picada, rumbo a tierra firme. Era 1988, tenía 25 años y ella estaba haciendo historia: se convertía en la primera mujer paracaidista del Ejército Argentino. Lo que había comenzado como una curiosidad en el Hospital Militar, atendiendo a otros paracaidistas, terminó siendo la gran aventura de su vida. Una historia de audacia, esfuerzo y la lucha constante por desafiar los límites impuestos no solo por la sociedad, sino por su propio cuerpo.
Silvia Criscuolo no siempre soñó con lanzarse en paracaídas. Todo comenzó en el Hospital Militar de Córdoba, donde trabajaba como supervisora. Mientras atendía a los paracaidistas heridos que llegaban para recibir atención médica, algo en su interior comenzó a despertar. Observarlos con esa mezcla de orgullo y audacia, la hizo imaginarse a ella viviendo esa experiencia y siendo parte de esa gran aventura. “Si ellos pueden, ¿por qué yo no?”, pensaba cada vez que los miraba. No mucho después, esa idea se convertiría en un desafío personal.
Su inquietud la llevó a presentar una solicitud al director del Hospital, demostrando su afán por realizar el curso de paracaidismo en 1987. La respuesta fue rápida y concisa: “No, este curso es solo para personal masculino”. La indignación y angustia le recorrió por el cuerpo como un golpe en el estómago, pero en lugar de rendirse, Silvia dejó que esa respuesta se convirtiera en el motor que la impulsaría aún más. Sabía que la única diferencia era el género, y para ella, eso no era razón suficiente para bajar los brazos.
Su gran sueño no solo se trataba de vivir la adrenalina de ser parte de este curso para tirarse de paracaídas y sentir una libertad inigualable, sino que se trataba de estar preparada para lanzarse y atender a soldados heridos.
Silvia reitera que en esa época no había mujeres en este tipo de cargos, pero ella no lograba ver el problema: sólo notaba igualdad entre hombres y mujeres, creía que cualquier persona podría llevar a cabo lo que se propusiera. Por lo tanto, eso fue lo que le causó algún tipo de inquietud ante la respuesta del directivo.
Debió tener paciencia y al año siguiente, cuando un nuevo director llegó al hospital, vio una oportunidad. Juntó valor y con una mezcla de esperanza y determinación, volvió a presentar su petición para cumplir su gran sueño. Esta vez, la respuesta fue diferente: “Sí, podes inscribirte, pero deberás hacer el curso en tus vacaciones”. Ese “sí” fue todo lo que necesitaba escuchar. Aquel “no” del pasado ya no importaba, había ganado su derecho a intentarlo.
Su primer día en el curso fue terrible, recuerda Silvia. Los nervios y la ansiedad la acompañaban como sombras. Al presentarse frente a los demás hombres, sintió mil miradas clavarse en ella, pero nadie dijo nada. La trataron como a una más, pero la presión seguía presente.
La ubicaron con personas de aproximadamente 40 años, con personal médico, capitanes… El trato de los oficiales era más formal, de respeto. Le brindaron un cuarto y un baño al que sería solo para ella, para su comodidad.
Si bien las miradas de algunos se seguían sintiendo, poco a poco se fueron diluyendo.
Los desafíos físicos eran innegables. Mientras los hombres hacían ocho barras, ella apenas lograba tres. “No quería que eso me detuviera, así que cada día, cuando todos terminaban, volvía a entrenar sola. No iba a permitir que la diferencia de fuerza fuera mi límite”, reflexionaba Silvia en esos momentos. Y así, siendo sus gotas de sudor, las últimas derramadas en el suelo.

Relacionarse fue difícil por su tímida personalidad, que poco a poco se fue desvaneciendo. El jefe de patrulla la trató a la par de los demás sin hacer diferencia, nunca le pusieron alguna traba para lograr su objetivo, por lo que ella sintió mucha gratitud por tal acción.
Durante el curso, Silvia compartía el sueño con otra mujer, su compañera en esta aventura. Las separaron en diferentes patrullas pero su compañía se sentía a lo lejos. Sin embargo, dos semanas antes de finalizar, su amiga sufrió un accidente en un entrenamiento y tuvo que abandonar.
“Fue duro verla irse. Sabía que compartíamos la misma ilusión y me dolía que no pudiera cumplirla”, recuerda. Ese incidente la hizo ser aún más cuidadosa. “No podía permitirme fallar ahora, no después de todo el esfuerzo”. Siempre obtuvo el apoyo de todos y fue algo crucial para que no bajara los brazos durante el camino.
Hacia el final de este largo camino, duro, pero de aprendizaje, llegó el gran día, a momentos antes del salto. Tras 30 días de preparación, cada movimiento estaba grabado en su cuerpo. Pero nada podía calmar el miedo que crecía dentro de ella. Y en un instante, el miedo se transformó en adrenalina pura. Se encontraba a bordo del “Lockheed C-130H Hércules”, un avión imponente. Lista para cumplir uno de sus más grandes sueños y, con ello, hacer historia.
Cuando el avión alcanzó la altura indicada, fue su turno. Al lanzarse, el vacío la recibió como una liberación. “Es como si el mundo desapareciera y solo quedara el cielo y la tierra, separados por un infinito de aire”, describe Silvia. Una sensación única le recorrió por todo el cuerpo como una descarga eléctrica suave, algo maravilloso y difícil de plasmarlo en unas simples palabras.
La paz que sintió en esos segundos fue indescriptible. “Flotaba entre el cielo y la tierra, y por un instante, todo tenía sentido. Todos los miedos y preocupaciones desaparecieron, reemplazados por una sensación de absoluta libertad”.
Pero más allá de lo fabuloso del salto, Silvia sabía que debía pensar en frío: “si se enredan las cuerdas o hay una situación de emergencia, hay que estar preparada para desprenderse del paracaídas de la espalda y abrir el de pecho para salvar la vida”.
Al aterrizar sana y salva, fue recibida con aplausos y miradas de admiración por parte de sus compañeros. Pero Silvia no comprendía del todo lo que acababa de lograr. Para ella, había sido un sueño personal, un reto que se había propuesto. No lograba dimensionar lo que ese increíble logro significaría para las futuras mujeres que seguirían su mismo camino.

En una reunión posterior con su esposo, el capitán de Infantería Carlos Barrientos, su compañero fiel, también paracaidista, compartió la sala con 200 hombres y sólo 4 mujeres. Las tres suboficiales la saludaron y felicitaron. Silvia por otro lado, también demostró sensación de orgullo y admiración por sus camaradas. “Ellas habían continuado su camino con un curso más avanzado, más competitivo. Yo decidí que ya era suficiente. Había otras cosas que quería hacer, como casarme y formar una familia”, recuerda con una mezcla de nostalgia y orgullo.
Hoy, con 61 años, Silvia admite que, al ver cómo el papel de la mujer en el Ejército ha evolucionado, siente una profunda satisfacción. En su época, las mujeres sólo estaban en roles de sanidad. Hoy, podemos notar miles de ellas en cuerpos comando, como pilotos y hasta soldando aviones.
Para ella, la clave del éxito está en la vocación: “Para ser profesional en lo que elijas, necesitas vocación, disciplina, y la voluntad de superarte cada día”.
El paracaidismo no fue solo una prueba física, sino también espiritual. “Le prometí a la Virgen del Valle, patrona de los paracaidistas, que haría una caminata si lograba terminar el curso. La fé es importante. A veces, es lo único que te sostiene cuando todo lo demás parece derrumbarse”, comentó.
Silvia nunca buscó cambiar el mundo. Solo quería lanzarse desde el cielo y demostrar que podía hacerlo. Pero sin darse cuenta, al saltar al vacío, también había elevado los sueños de todas las mujeres que seguirían sus pasos.