Por Nina Brasca
Once y media de la mañana, un sábado cualquiera de abril. Me dirijo al departamento del fotógrafo callejero Guillermo Franco. Ubicado en la calle Lavalleja por el barrio Alta Córdoba. Me bajo del auto, y preocupada porque Guillermo se niega a usar celular con chip, empiezo a recorrer la cuadra en busca de su casa, hasta que escucho un “hooooolaaa”, lento, callado pero ruidoso, que abraza cariñosamente a lo lejos. Esta vestido de negro y parado en la esquina, con polera a pesar del caluroso pronóstico que va hacer para el día. Lo sigo, lo saludo y me dice desinteresadamente y con un tono sarcástico, “ya te podés ir, ya hice todo el trabajo por vos, llegaste 10 minutos tarde, yo ya te escribí todo”.
Entro primero, haciéndo de cuenta que conocía el espacio desde siempre, es decir, a pesar de los años de amistad, nunca había ido a donde él vivía. Pero este lugar parecía ir acorde con su personaje. Abrimos una puerta de reja gris y caminamos por una escalera en especie caracol, entró al primer departamento, que se oía música a lo lejos y estaba decorado de objetos sin sentido alguno, y Guille me grita a lo lejos, “Si querés ir ahí joya, pero esa no es mi casa, es el próximo piso”. A lo que decido que era mejor esperar su lento paso, y dirigirse finalmente a donde él vivía.
Ahora sí.
Abre la puerta de madera, y entramos a un living comedor. Paredes blancas, y rodeadas de repisas coloridas y llenas de artefactos. Una de libros de fotógrafos y cineastas que ocupaba la mayor parte del lugar, otra a su lado, de música y películas (en dvds y cassettes). Una tercera repisa enfrentada a las demás con cámaras de fotos analógicas, y otra llena de rollos de latas de cervezas vacías que guardan todas sus fotografías que esperan con ansias ser reveladas. En la mesa del vidrio de enfrente está su libro entreabierto, llamado “Allí mis pequeños ojos”, y una cámara de madera de más o menos metro y medio. “Esta es la cámara estereoscópica, ¿te acordas?”, me dice. Ese artefacto fue una de sus últimas obsesiones, la había recuperado de un ocultista francés que había venido a Córdoba y se apasionó a tal punto con la fotografía que él mismo armó aquella cámara.
Aunque él asegure que no tiene ningún fetiche con la parte técnica de esos aparatos, la estereosópica se encontraba esperándome no por casualidad, en la media mañana de un sábado, reafirmaando su lado b que ni él queria admitir: el afán de lo analógico, de la sociedad que algún día fue, de imágenes pasadas, de formas de vivir remotas.

Sumado a una máquina de escribir y a un tocadiscos. Ese era el departamento de Guillermo. Un fotógrafo que trabaja en el Cineclub Municipal de la ciudad de Córdoba. Un fotógrafo que se rehúsa usar el celular (aunque le apasiona), un fotógrafo que aún continúa sacando a rollo y haciendo revelados negativos (aunque le llame la atención la inteligencia artificial y las nuevas cámaras digitales).
“¿Querés café?”, me pregunta por compromiso. Él quiere tomar café. Él ama el café. “Sí, un espresso”, le respondo sabiendo que es su especialidad. “Yo sólo tomo café, no desayuno, y no meriendo, sólo tomo café. Y bueno, almuerzo y ceno, si no dicen que te morís. Pero la verdad es que yo hice tantas cosas que la gente dice que está mal. Lo que pasa es que cuando me pongo a sacar fotos me olvido del mundo, puedo no comer y no tomar agua por horas. Debe ser porque yo antes corría maratones, esas de 45 kilómetros, y nunca tomaba una gota de agua. Y la gente siempre me dijo, Guillermo eso está mal, te vas a morir. Pero mirá, acá sigo”. Sin esperar respuesta de mi parte, se retira de la sala, para dirigirse a la cocina, a preparar los cafés.
Guillermo Franco todos los días se levanta, se toma un café, y sale con su cámara Nikon a rollo, desde Alta Córdoba hasta su oficina en plena Nueva Córdoba. No importa si está lloviendo o si hay un sol que parece de pleno febrero como hoy, él va a salir a sacar fotos, el va a caminar por más o menos una hora y media de distancia.
Regresa con los cafés en una bandeja con decoupage, y agregarles azúcar no es opción. “Yo hice un curso en Buenos Aires, porque quería aprender a ser barista, pero antes de que esté de moda. Fue como hace 20 años, me iba cada quince días porque en Córdoba todavía no había nada. Pero yo quería aprender a hacer mis propios cafés. Así que me fui”. Fue así como Guillermo conoció a los baristas y al regresar a Córdoba se hizo amigo de la dueña de una cafetería de especialidad de la ciudad que se llama “Le Dureau”. Hoy tiene su galería fotográfica dentro de ese café, y es una de las paradas obligatorias que vamos a hacer, antes de irse al trabajo. “Lo que pasó es que yo no conocía nadie acá, y quería seguir haciendo café cuando terminé el curso, pero hubo un punto que empecé a cumplir horarios como barista así que Carla (la dueña de la cafetería), me dijo que tenía que decidir si legalmente iba a empezar a trabajar para que me pagará, pero la verdad que los sueldos haciendo cafés no eran la gran cosa, así que le dije que no se preocupará, y que no quería que me pagara, así que dejé hacerlo”.
Hoy va todos los días y se pide su americano (con o sin hielo, dependiendo el clima). “Después me contó Carla que había un espacio que quería destinarlo a reuniones y encuentros, al arte y pensé que iba a ser una buena idea exponer fotografías. Hicimos un trato de que me iba a ocupar de llevar a cargo la curaduría y producción de la galería y ella me prestó el lugar. Nunca me pidió nada, confía en mí, le encanta combinar las fotos con el café y a mi también”. Hace un mes se está exponiendo allí “Clics” una serie fotográfica de su amigo porteño Maxi Vega, que trabajó para la revista Gente y se hizo un gran colega de Charly Garcia. Guillermo lo contactó y lo trajo a Córdoba. Pintaron las paredes con graffitis e imprimieron en vinilo todos los emblemáticos retratos del músico argentino. “¿Eso te salió caro?, imprimir en vinilo”, le pregunto con curiosidad. “A mi nadie me cobra, les hago turrones de quaker, los mejores del país y me lo regalan con gusto”, me asegura.
Abre la puerta Julieta Franco, su hija de 25 años, ella también es fotógrafa. Luce contemporánea, con camisa a rayas de colores pasteles y lentes para ver con marco rojo. “Nina, Juli, ya se conocían igual”, nos presenta Guillermo. “Hoy no está el otro. Joaquín. Anda a saber dónde está”. Guillermo tiene dos hijos, viven en el segundo piso. Joaquín Franco también es artista, de 23 años, e hizo los graffitis para la galería fotográfica. “Yo empecé a sacar fotos cuando la Juli nació. Había estudiado, en el CEF, y en la Spilling ́, aunque no me acuerdo si terminé alguna. Las facultades son así, te explican la técnica y te incentivan a cosas, pero por ahí, no son las cosas que uno quería de base”.

“En fin, cuando nació Juli, esos conocimientos cobraron vida, me sensibilizó tanto lo que estaba pasando que quería retratar todo, todos los momentos. Lo mismo pasó con Joaquin. Las fotos salían solas. Deje de pensar en la técnica, en el diafragma, velocidad de obturación y lentes, solo quería vivir el momento”. Le pregunto sobre dónde están aquellas imágenes, y me dijo que la mayoría están sin imprimir. “No me importan las fotos, es más, yo muchas veces saco sin rollo. Una vez Cartier Bresson, uno de los fotógrafos que más coincido en la parte conceptual, decía que él salía sin rollo a las calles francesas. Al principio voy a admitir que no lo entendí una mierda, pero me pasó que durante mi recorrido diario, se me acabó el rollo, y dije bueno, sigo, como el loco ese. Y seguí, y ahí fue cuando entendí”.
-¿Por qué no entonces, salís sin la cámara, para qué la llevás?
-Porque así pasaría a ser como el resto de los humanos.
Va y se cuelga la correa de la cámara al cuello y luego, como un actor, realiza la mímica y se la saca mirándome como quien te delata el secreto de magia. “¿Ves?”. “Sin la cámara soy uno más, y eso me hace perder la atención, no estoy concentrado cuando no estoy con la cámara, no veo detenidamente, no me enfoco. Comienzo a formar parte del resto de los humanos. En cambio, me cuelgo la cámara (y hace el acting que se la cuelga), y ahora soy fotógrafo. Tengo algo para enmarcar, para observar, veo lo que me rodea en blanco y negro. Una vez le dije a mi esposa Susana, ‘yo veo más que todos’. Y me dijo, ‘ah sos tremendo pelotudo’”.
Guillermo Franco está casado con Susana, una médica con quien tuvo a sus dos hijos, según él es quién lo baja a tierra, o por ahí no lo admite, pero lo reconoce por dentro.
En la calle
“Bueno. Mucha charla, vamos”.
La gente dice que Guillermo es serio, tímido, introvertido y algo callado. Pero pienso que es porque no están hablando de lo que él quiere hablar. “En mi familia pensaban que era mudo”, me dice mientras cierra la puerta de la casa y bajamos por las escaleras. Nos vamos a la Calle, el bastidor en blanco en donde Guillermo Franco pinta todos los días. “Te decía, yo no hablaba en las reuniones familiares. Nunca. Y me levantaba para irme y les avisaba al resto, ´yo llevo a la abuela a casa´”.
La “abuela”, es su mamá, y con quién mantiene un vínculo tan grande que su laboratorio de impresión está en su departamento. “Un día Juli, era muy chiquita, y estaba preocupada que su papá no hablaba, y me preguntó, de por qué no lo hacía. Le dije muy seguro que era porque prefería escuchar, escuchar y mirar, soy bueno en eso. Pero hoy no estoy tan seguro de si es así”.
Caminamos debajo de las copas de los árboles, vamos por la sombra. Uno como fotógrafo -y más si está fotografiando en horarios como el mediodía- debe decidir si va a exponer para las altas luces o las sombras; Guillermo eligió las segundas. Camina por el barrio donde lo hizo por 50 años, saluda a los vecinos y su cámara se camufla con el alrededor. Para bien o para mal, a nadie parece importarle. No la ven, sólo lo ven a él. Le sonríen y lo saludan, entablan un par de palabras y se marcha. “¿Ubicas la palabra flâneur, del francés?”, le pregunto sabiendo muy bien lo que me va a responder. “Sí, y me identifico. Creo que es lo que hago, merodeo sin rumbo. Paseo, me divierto y saco fotos. Es mi hobby, yo no hago plata con mis fotos, cobro el sueldo por lo del cine. La fotografía es como una novia tóxica, a veces se va, a veces no hay nada. Mirá estas cuadras apenas hay un perro. Pero cuando es así, me refugio en mi otro lugar; en las películas. Y después, como ella es tóxica, vuelve solita.”
Captura sin importarte que su cámara es analógica, sin importarle que solo tiene 32 disparos. “A los rollos los hago yo, compro metros y metros de rollos y los preparo. 100 asas. Misma cámara. Lente 50 mm. A veces un 80 mm. Pero me gusta estar cerca, no soy un voyerista. Yo no me escondo, y tampoco me gusta ese término del “disparar” o “robar”, no soy cazador ni un ladrón, soy fotógrafo.”
Y así fuimos cuadras y cuadras por el barrio de Alta Córdoba, Cofico, el puente, el Centro hasta Nueva Córdoba. “En este momento es cuando siento que soy Alicia en el País de las Maravillas y que cuando lo cruzo, caigo al pozo, y ahí hay magia, hay quilombo, está la Calle”, dice entusiasmado de la caída.
Lo dejo cruzar solo, y en formato plano general, lo observo desde lejos y me memorizo aquellas frases que es de mencionar sin parecer importarle, pero que podrías jurar que le ocurrieron a un escritor célebre: “No se si soy exitoso, pero todos los días hago esto antes del trabajo. Nadie me paga. Pero podría ir en auto, pero no quiero ir en auto. Y aunque la foto nunca se parezca al momento real, no puedo dejar de hacerlo. Creo que lo voy a hacer hasta que me muera. Mentira, me quiero morir en el mar, me encanta Mar del Plata. En camino hacia allá, en uno de los tantos veranos que pasábamos con mi familia cuando era niño, saqué mi primera foto. Tenía siete u ocho años. Así que quiero que me tiren por allá. Aunque me encante el lío de la ciudad, yo disfruto el mar, esas noches oscuras donde la luna ilumina como un haz blanco a las olas. Desde los ojos de un chiquillo, se parece al camino infinito que lleva al país de los sueños o lo que nos trae hasta el fondo del alma”.