Por Julieta Passero
Mi tío está preso y desde hace siete semanas nuestra rutina se desordenó por completo. Hace siete semanas que no tenemos un día normal. Hace siete semanas que las conversaciones en casa giran en torno a lo mismo. Hace siete semanas que los domingos se sienten más largos y pesados. Hace siete semanas que voy los fines de semana a Bouwer para visitarlo. Hace siete semanas que, cada vez que suena el teléfono, esperamos alguna novedad. Hace siete semanas que su ausencia se nota en todo.
Cuando nos enteramos de la noticia, al principio pensamos que todo se iba a resolver rápido, que iba a salir en unos días como mucho. Teníamos la esperanza de que fuera algo pasajero, una confusión que se aclararía enseguida. Pero con el paso de las semanas, nos dimos cuenta de que la situación era mucho más complicada de lo que creíamos. Lo que parecía ser algo temporal se convirtió en una espera interminable, y cada día sin respuestas hizo que perdiéramos un poco más de esa confianza inicial. Todo empezó una noche cualquiera, cuando un llamado inesperado nos hizo darnos cuenta de que las cosas estaban a punto de cambiar.
“Tu tío está preso.” Esas cuatro palabras me dejaron helada. Estaba por salir con mis amigos cuando sonó el teléfono de mi mamá. Ella no estaba, había cruzado a la casa de mis abuelos, así que atendí yo. Del otro lado estaba mi tía, con la voz entrecortada. “¿Está tu mamá?”, preguntó. “No, está en lo de los abuelos, ¿qué pasó?”, le respondí, aunque algo en su tono ya me hizo presentir lo peor. “Tu tío está preso”, soltó de golpe. Mi corazón se detuvo. Quise decir algo, pero no salían las palabras. Me quedé en silencio, mirando el celular como si con eso pudiera procesar lo que acababa de escuchar. ¿Qué podía decir? ¿Cómo reaccionar?
Cuando mi mamá volvió, yo seguía sentada en la cama, intentando entender qué había pasado. “Llamó la tía”, le dije apenas cruzó la puerta. “¿Qué pasó?”, preguntó mientras se quitaba el abrigo. “El tío está preso”, le solté sin rodeos. Su rostro cambió al instante. No pasó ni un segundo antes de que llamara a mi tía, y la bronca se le notaba en cada palabra. “¡Era obvio que iban a terminar así!”, le gritó. “Siempre lo mismo con vos y con él. ¡Te dije que esto iba a pasar! ¡Siempre terminan armando quilombo!”. Su voz estaba cargada de frustración. Y claro, no era la primera vez que algo así pasaba.
Mi tío, hermano de mi mamá, está en pareja con mi tía desde hace años, y desde el principio sus peleas eran terribles. Ellos se quieren, pero siempre hay algo que los lleva al límite. Los celos de mi tía, el alcohol, las discusiones que empiezan siendo pequeñas y terminan en un escándalo. No era raro que cada vez que discutían, las cosas se salieran de control. A veces, para evitar el conflicto, mi tío se iba a un hotel. Lo hacía para no empeorar las cosas, pero había veces que ni eso bastaba. Una de las peores fue en 2023. Mis papás recibieron una llamada a las dos de la mañana. Cuando llegaron, todo era un desastre: cosas tiradas por todos lados, la policía en la puerta. Mi papá logró calmar la situación y que los oficiales se fueran sin mayores problemas, pero mi tía estaba golpeada.
Esa noche, mi mamá la llevó a la clínica. “Me caí”, dijo mi tía a los médicos, pero el golpe quedó registrado. Mi tío no es una persona violenta, pero mi tía sí. En sus peleas, ella lo rasguña, se le tira encima, y mi tío siempre intenta evitar el conflicto. Pero esa vez, para quitársela de encima, la empujó, y ella se golpeó la cabeza. Mi tía siempre había inventado excusas para cubrirlo, pero en esa ocasión fue distinto. Tiempo después, mi tía terminó en la clínica otra vez, pero ahora con las costillas fracturadas y borracha. Las preguntas no tardaron en llegar, y esta vez, sin mi mamá presente, la clínica sospechó lo suficiente como para hacer una denuncia. Al día siguiente, la policía fue a buscar a mi tío.
Lo llevaron primero a UCA, una prisión común. Esa noche durmió tirado en el piso, pero como es diabético, no tenían cómo tratarlo bien, así que tuvieron que trasladarlo a Bouwer, la única cárcel con médicos capacitados para controlar su enfermedad. Mi mamá quiso ir a verlo antes de que lo trasladaran, que supuestamente iba a ser a las seis de la tarde, pero la burocracia fue interminable. Le pidieron mil papeles. Y cuando al fin los consiguió, antes del horario previsto, le avisaron que ya lo habían trasladado. “Son unos hijos de puta”, pensaba yo.

La primera visita a Bouwer fue una experiencia que no voy a olvidar. Las visitas son semanales, pero el día varía, lo que complica todo. Muchas veces, los días de visita caen entre semana, lo que se convierte en un verdadero desafío para mi mamá. Primero porque yo no puedo acompañarla y segundo porque ella tiene que coordinar su trabajo con las visitas, y la ansiedad se acumula. “No sé cómo voy a hacer para ir”, me dice, frustrada. Las horas de espera en la fila se suman a la presión de cumplir con sus responsabilidades laborales. A veces, tiene que pedir permiso en el trabajo, lo que no siempre le es fácil, y la culpa la consume ya que no quiere dejarlo solo.
Mi tío había hecho una lista de cosas que necesitaba: sábanas, colchas, el mate, bombilla, termo, comida, ropa, etc. Llenamos varias bolsas con todo lo que pidió, pero cuando llegamos, empezaron los problemas. “Las sábanas son de dos plazas, tienen que ser de una”, nos dijeron. “¿No pueden doblarlas?”, pensaba yo, indignada. Lo mismo pasó con el mate: “Nada de metal, todo de plástico”. Fue frustrante ver cómo todo lo que habíamos preparado, lo que habíamos cargado con esfuerzo, nos lo rechazaban.
Además, había una regla que nos dejó perplejas: no podíamos llevarle ropa de un color similar al uniforme de los policías. Pensándolo bien, tiene mucho sentido, pero en ese momento era la frustración la que dominaba. “¿Qué importa el color?”, pensé, mientras mi mamá mostraba las bolsas llenas de prendas que habíamos elegido con tanto cuidado. El enojo era evidente.
Mientras tanto, la casa se convirtió en un verdadero infierno. Mi papá no ayuda a mi mamá y siempre dice que mi tío se lo merece por no haber reaccionado a tiempo. Cada día es una nueva discusión, y yo intento intervenir, metiéndome en medio para que no se descontrole, pero es difícil. La tensión es notable, y el cansancio del trajín de ir a la cárcel, sumado a las peleas en casa, hace que todo sea aún más pesado.
La fila… la fila es otro infierno. Hay dos turnos para visitar: por la mañana y por la tarde. No importa en cuál vayas, las esperas son de mínimo dos horas. Parados, sin importar el clima. Frío, calor, lluvia… tenés que aguantarte. En esa fila, ves de todo. Todas las clases sociales están ahí, pero en ese momento, todos somos iguales.
En una de las primeras visitas, me crucé con María Alive, una señora de 75 años que estaba detrás nuestro. “Yo vengo a ver a mis nietos”, me dijo mientras se acomodaba la campera. “No siempre, solo cuando el día me acompaña. Porque yo no voy a aguantar ni el frío ni el calor ni la lluvia, pero soy lo único que les queda”. Me contó que tenía tres nietos adentro por robo de autos. “Cuando me lo dijeron no me sorprendí”, admitió con una sonrisa amarga. “Ya sabía que iban a terminar así, pero igual… es triste, ¿viste?”. No les traía nada cuando los iba a visitar. “Que ellos se manejen como puedan. Yo, con bolsas acá, no”, me dijo sacudiendo la cabeza.
Otro día, hablé con Vanesa Fernández, una mujer de 45 años, empleada doméstica. “Vengo a ver al pelotudo de mi marido”, me dijo sin pelos en la lengua y largando una carcajada. “Hace un año que está acá. Cada vez que vengo, me pide algo”. No me dijo por qué estaba ahí, solo que cometió un error intentando cuidarlos. “Cuando me enteré, lo cagué a pedos, pero me hice la que no me afectaba. Llegué a casa y no pude parar de llorar”. Lo que más la enojaba, me dijo, era tener que lidiar con la policía. “Son todos unos conchudos”, escupió con rabia. Y no pude estar más de acuerdo.
Distinto es lo de Jorge Martínez, 38 años, albañil: “Vengo a ver a mi hermano. Lleva un año adentro. La primera vez, no podía creer que estaba acá. A veces, en las visitas, se siente tan perdido. Es difícil verlo así, porque es un tipo buena onda, siempre ayudando a los demás. Pero acá, la vida es otra. La otra vez me contó que tuvo que mediar en una pelea entre dos chicos. Me dijo, ‘No sé si estoy más asustado de ellos o de lo que puede pasar si no intervengo’. Así que vengo a verlo, aunque me cueste. Es lo que hay”.
Por otro lado estaba Laura Aguirre, 50 años, docente: “Vengo a ver a mi hijo. Hace tres meses que está acá. Al principio, no sabía cómo iba a reaccionar. No puedo decir que soy la madre ejemplar, pero siempre intenté darle lo mejor. No sé cómo puede estar bien en un lugar así”.
Esteban Ascari, 22 años, estudiante: “Yo vengo a ver a un amigo que está acá por cosas de la vida, como todos. Cuando me enteré, no lo podía creer. La primera vez que vine, estaba tan nervioso. No sabía qué esperar. Al final, entré y cuando lo vi, me dijo, ‘¿Viste? Acá no es tan malo como lo pintan’. Y a pesar de todo, me hizo reír. Nos reímos de los recuerdos de la escuela, de esas épocas en que todo parecía fácil. Es un lugar duro.”
En los últimos dos años y medio, las cárceles cordobesas llegaron a 13.489 personas recluidas. Y es que detrás de cada número que representa a un interno, hay una familia como la nuestra que sufre de manera menos visible los efectos de la privación de libertad. Desde que mi tío está preso, siento cómo las consecuencias psicológicas, sociales y económicas de esta experiencia nos afectan profundamente. El entorno social rara vez se muestra solidario, y esto ha generado en nosotros sentimientos de vergüenza y miedo al rechazo social, especialmente al principio de esta situación. La ansiedad y la negación han sido mecanismos de defensa que nos han llevado a ocultar lo que estamos viviendo.
“La entrada de una persona en la cárcel supone una doble condena”, explicó Lorena Carranza, licenciada en Psicología. “Por un lado, la que sufre la persona encarcelada y, por otro, la que afecta a su familia, especialmente a los menores.”
Hizo una pausa, buscando con la mirada cómo enfatizar lo que venía después. “Estas situaciones a menudo pasan desapercibidas. No nos detenemos a pensar en las familias que, indirectamente, también están pagando una condena.”
Le pregunté cómo el encarcelamiento afecta a los niños.
“Las relaciones intrafamiliares se alteran profundamente”, respondió. “Los menores sufren las consecuencias a corto y largo plazo. Imaginate: de un día para otro, su vida se desmorona. Nuevos cuidadores, un cambio de entorno, de escuela, amigos… Todo eso sin que muchas veces reciban una explicación clara. Los adultos prefieren guardar silencio para protegerlos, pero ese silencio crea más confusión y ansiedad.”
Carranza enfatizó que el impacto es aún mayor cuando se trata de mujeres encarceladas. “En su mayoría, son cabezas de familia y cuidadoras principales. Los hijos no solo pierden a un progenitor, pierden a su cuidador principal. El impacto emocional y psicológico en estos casos es devastador.”
“¿Y cómo afecta eso a los cuidadores?”, le pregunté.
“La carga es inmensa”, dijo con un tono serio. “De repente, alguien –una abuela, un hermano mayor, un pariente cercano– debe asumir todas las responsabilidades sin preparación alguna. No solo tienen que cuidar a los niños, sino que también actúan como puente entre el progenitor encarcelado y sus hijos. Eso, sumado a las dificultades económicas, es un cóctel explosivo.”
“¿Y los niños?”, continué. “¿Cómo lidian con todo esto?”
Carranza suspiró antes de responder. “Sienten una mezcla de emociones. Están enojados con sus padres por haberlos dejado en esta situación, pero al mismo tiempo los necesitan, los extrañan. Lo peor es que muchas veces no saben lo que está pasando porque los adultos prefieren no decirles la verdad. Y sin un espacio para expresar sus dudas o temores, la ansiedad y la tristeza se acumulan.”
Hizo una pausa, y luego añadió: “Es un duelo. Un duelo que la sociedad no reconoce. Por eso, muchos de estos niños terminan abandonando la escuela, buscando respuestas en lugares peligrosos o cayendo en conductas delictivas. No es solo la condena de sus padres, es una condena que también pesa sobre ellos.”
Esas palabras resonaron en mi cabeza. Pensé en mis primas, en las veces que mi mamá ha intentado explicarles lo que está pasando sin lograr encontrar las palabras adecuadas. Recordé las peleas en casa, los silencios incómodos y todo lo que se ha vuelto imposible de decir.
En otra visita, había una mamá con su hija delante nuestro en la fila. La nena tenía mocos, y la madre, sin dudarlo, se los sacaba con la mano y se los limpiaba en la ropa. De repente, la nena empezó a vomitar. La madre le limpió la boca con la mano y, otra vez, se limpió en la ropa. Yo no lo podía creer. Con mi mamá nos miramos con asco. Le ofrecimos servilletas con miedo de que nos dijera que éramos unas metidas, pero no podíamos quedarnos sin hacer nada. Ahora nos reímos de esa situación, pero en el momento, todo era muy surrealista.
Una vez que lográs entrar al pabellón donde está mi tío, el alivio es momentáneo. Al menos ahí no te hacen desnudar, como en otros pabellones. Se podría decir que ese es el más tranquilo: hay personas por robo, estafas, violencia de género y algunos ex policías que, si los mandaran a los otros pabellones, no saldrían vivos. Pero las rejas se cierran detrás tuyo, y el sonido te genera un escalofrío en la espalda. Son varias cuadras las que hay que caminar, además del peso de las bolsas, y que a mis abuelos les cuesta un montón, se vuelve difícil llegar hasta ahí.
Cada vez que llego, siento una mezcla de ansiedad y tristeza. El reloj avanza rápidamente, y antes de que me dé cuenta, el tiempo se acaba. Nos miramos con tristeza, sabiendo que no hay mucho que podamos hacer para cambiar su situación.
Lo peor es que el tiempo pasa, pero la situación no cambia. A medida que pasan los días, la angustia se transforma en desesperación. Las noticias sobre la situación de mi tío se han vuelto cada vez más escasas, y las visitas se sienten cada vez más vacías.
Mi tío trata de mantener el humor. “Hablé con Néstor Soto”, me dijo una vez. “Está chapita, pobre. Dice que no estaba enamorado de Catalina, como todos dicen. Que fue ella la loca, y que la agarró del cuello porque no había otra forma. Que no fue culpa de él”. Muy normal, por suerte…
Pero lo que mi tío no ve es lo que pasa afuera. Cada vez que salimos de la cárcel, mi abuela llora. “No sé si puedo seguir haciendo esto”, dice entre lágrimas. En una llamada, mi abuela le dijo a mi tío que se olvidara de que tenía madre. Mi tío, desesperado, llamó a mi mamá llorando. “No lo decía en serio”, le dijo mi mamá, pero mi tío estaba destrozado.
Y está también el tema de las hijas de mi tío. Él está desesperado por verlas. “Las extraño, quiero verlas”, me dijo en la última visita. Mi mamá le dice que tiene que tener paciencia, pero ella cree que no es lugar para las nenas. Él no entiende todo lo que implica ir a verlo: la fila, los controles, los policías indiferentes. “No puede pedirles eso”, le dice mi mamá a mis abuelos, con una mezcla de tristeza y cansancio en la voz. La hija más grande sabe lo que está pasando, pero la de cuatro años piensa que está en un viaje por trabajo; fue lo primero que le dijeron al no saber cómo manejar la situación.
La situación de mi tío se tornó aún más crítica porque no le permitían tener insulina en la cárcel. Una noche, se descompuso gravemente por la diabetes; hasta los propios presos se asustaron al verlo. Tardaron una eternidad en reaccionar, y cuando finalmente llegaron, los médicos se limitaron a decir: “Es propio de la diabetes.” Pero, ¿cómo podían justificar que no lo dejaran tener la insulina que necesitaba? Esa noche, mi mamá no pudo dormir, atormentada por el miedo de que su hermano no se recuperara. Esa angustia se instaló en nuestra casa, era como una sombra constante que no nos dejaba en paz.
A veces me pregunto por qué esta situación no despierta más compasión. A diferencia de otros tipos de pérdidas, como la muerte o una enfermedad, perder a un familiar por encarcelamiento no parece causar la misma empatía. La falta de comprensión sobre lo que implica el sistema penitenciario también contribuye a esta carga social. Muchas de nuestras percepciones se basan en estereotipos alimentados por películas y noticias que distorsionan la realidad.
Y en medio de todo esto, la persona que asume el rol de cuidador, que en este caso es mi mamá, enfrenta una carga enorme de responsabilidad y presión. Yo trato de ayudarla en lo que más puedo, pero es muy difícil verla tan mal como está. Cada visita se convierte en un sacrificio, tanto emocional como económico.
Mientras tanto, las semanas siguen pasando. Para él, siete semanas parecen eternas, pero para nosotros, cada día es una lucha: comprar lo que necesita, preparar bandejas de comida, hablar con abogados, lidiar con los policías, con los vecinos que murmuran a nuestras espaldas, con mis abuelos que cada día entienden menos lo que está pasando. Así pasamos el tiempo, tratando de mantenernos unidos a pesar de la distancia, mientras la familia también es condenada por las decisiones de otro. La ausencia se siente en cada rincón, en cada comida compartida, en cada risa que no se escucha. La vida sigue, pero se siente incompleta.
Las visitas a Bouwer se han vuelto parte de nuestra rutina, aunque no queramos admitirlo. Pero cada vez que salimos, mi abuela llora, mi mamá suspira y yo solo trato de mantenerme entera.