Por Lautaro Schwindt
“Jugar al fútbol es mi sueño, no importa dónde”.
Esta frase representa la historia de Alexis Barraza, que nació el 7 de mayo de 2002 y creció en barrio Müller, en la zona este de la ciudad de Córdoba. Müller es un barrio popular, marcado por potreros y fútbol en cada esquina. Entre barro, pelotas gastadas y necesidades, Alexis aprendió a soñar. A los cinco años ya vestía la camiseta de Unión San Vicente, el club de su corazón, el mismo que amaba su padre: ese papá que ya no está, pero que lo acompañó siempre. Primero desde la tribuna, alentando; y después, desde un plano no terrenal.
En Unión jugó hasta los 13 años, transitando toda su etapa de infantiles con la camiseta naranja. Allí descubrió lo que significa pertenecer a un club de barrio: compartir una gaseosa entre varios, entrenar en canchas desparejas y viajar en colectivos llenos de sueños. Esa esencia de potrero lo marcó para siempre.
A los 15 años le tocó dar el salto al C.D. Atalaya. Allí sintió que terminó de formarse como jugador. La exigencia era otra, los entrenamientos más duros, y sin embargo Alexis disfrutaba cada minuto, convencido de que el sacrificio era parte del camino. Fue en Atalaya donde vivió un momento imborrable: un selectivo para viajar a Abu Dhabi.
El profe Foglia se paró frente a los veinte chicos y dijo: “Si tuvieran que cumplirle un sueño a un compañero, ¿a quién elegirían?”. Los chicos comenzaron a levantar la mano y a votar: de veinte, quince eligieron a Alexis. Los directivos comunicaron la noticia: “El sueño es conocer a Maradona”. Alexis, sin poder creerlo, estaba por cumplir un sueño.
Fueron 150 kilómetros los que tuvo que recorrer Alexis, junto al profe Foglia, hasta la ciudad de Al Fujairah para llegar con el Diez. Al llegar al estadio del club Fujairah SC, el calor del desierto árabe los golpeó. Alexis observó todo el entrenamiento, y no solo estaba Diego, sino también figuras como Héctor Enrique y Luis Islas, integrantes de su cuerpo técnico.
Cuando terminó el entrenamiento, Diego, como siempre supo hacerlo, se quedó practicando tiros libres y penales con algunos de sus jugadores. Alexis bajó de la tribuna y vivió alrededor de veinte minutos con el Diez, donde pudo inmortalizar el recuerdo con una foto. Sonriente como siempre, Diego le dejó un consejo breve que Alexis recuerda casi como un mandamiento bíblico: “Métele para adelante”.
No se puso nervioso; al contrario, sintió que estaba frente a alguien que lo comprendía, que lo trataba como un igual y que, encima, le dejaba un consejo para toda la vida.
Al regreso de ese viaje, le llegó la oportunidad de dar el salto a la gran capital. El club fue Vélez Sarsfield. Apenas arribó, los coordinadores le advirtieron: “Si rendís este año, te ganás la pensión”. Y así fue. Alexis demostró su fútbol y obtuvo la recompensa. La vida en Buenos Aires era distinta. No le costó adaptarse; según sus propias palabras: “Soy un chico que se adapta rápido”.
Al principio todo era novedad: la ciudad enorme, los entrenamientos de alto nivel, la ilusión de llegar. Pero con el tiempo, el cuerpo empezó a pedir un poco del calor familiar, las charlas con amigos, las comidas caseras, el barrio. En Liniers llegó hasta Reserva e incluso tuvo algunos entrenamientos con la Primera. La ilusión era grande, pero el club lo dejó libre.
Con 19 años, Alexis debió reinventarse. Volvió a Atalaya, donde jugó dos meses en la Primera. Parecía un retroceso, pero en el fútbol, como en la vida, nunca se sabe cuál es el próximo paso. Entonces apareció una oferta de su representante que volvió a cambiarle el rumbo: partir hacia el desierto, hacia otra cultura y otro idioma. Emiratos Árabes Unidos sería su destino.

Khor Fakkan fue el club que lo recibió. Allí Alexis se encontró con un fútbol distinto y una vida todavía más extraña. Las altas temperaturas lo obligaban a entrenar al caer la tarde, alrededor de las 18:00, mientras que los partidos se disputaban a las 15:00. Dicho por el propio Alexis: “Lo que costaba, además de la sofocación por el calor, era el rendimiento físico… era muy cansador”.
Las horas sin dormir se acumulaban porque necesitaba escuchar a su familia del otro lado del teléfono. “Yo, que soy muy cordobés, viste, pasar a una cultura así… era extrañísimo”, recuerda.
La adaptación le resultó relativamente sencilla. La comida, el idioma, las costumbres… todo era distinto. Sin embargo, como siempre, Alexis supo amoldarse. De a poco se fue defendiendo con el inglés y, con la compañía de tres compatriotas que viajaron con él, pudo transitar Dubái. El fútbol árabe le dio estabilidad y, sobre todo, la posibilidad de sostener a los suyos tras la muerte de su papá. Fue un salto en la calidad de vida que nunca olvidará.
Pero el destino le tenía preparadas más pruebas. Desde el lujo de los Emiratos, Alexis dio el salto al Hutteen Sporting Club, un equipo de la Primera División de ese país, ubicado en la ciudad portuaria de Latakia. El contrato parecía una gran oportunidad, pero la realidad lo golpeó fuerte. “Cuando llegué, todo lindo, todo lindo, pero después me fui enterando de las cosas… que había atentados de guerra y ahí sí me quise volver”, recuerda.
En Siria no la pasó bien. Para alguien que siempre se adaptó rápido a cualquier contexto, resultó extraño sentirse descolocado. Los primeros meses estuvo solo, sin compatriotas sudamericanos que lo acompañaran. El miedo a lo que pasaba fuera de la cancha era constante: noticias de bombardeos, silencio y tensión. Más tarde aparecieron dos figuras clave: Carlos Peña, un mexicano, y Sami, un traductor cubano. Ellos se convirtieron en sus amigos y lo ayudaron a transitar una vida marcada por la guerra.
Pese a que no le tocó vivir de lleno el conflicto político y social que atravesaba el país bajo el régimen del presidente Bashar al-Ásad, que terminó por estallar en diciembre de 2024, sí estuvo presente en Siria hasta junio de ese mismo año, cuando todo parecía una caldera a punto de explotar en cualquier momento.
Al terminar el contrato, en junio de 2024, Alexis decidió no renovar. Volvió al barrio, volvió a Unión San Vicente, ese club que había nacido en 1980, fruto de la unión entre Palermo y el Club Atlético Lavalle, y que heredó de este último su estadio: La Talquera. Una cancha sin césped, donde el viento levanta la tierra hasta nublar la vista; fue bautizada así por sus hinchas, por la semejanza con el polvo del talco.
Ahí regresó Alexis. Al lugar donde todo empezó. A reencontrarse con familiares y amigos, a caminar por las mismas calles que lo vieron crecer. Volvió al barrio, y de algún modo, también a su papá. Porque para él, desde el principio, la consigna fue clara: jugar al fútbol es su sueño, no importa dónde.