Por Lara Arenas

Sonia Gili comenzó su camino en la danza clásica a los 7 años, bajo la tutela de Marta Montón, una destacada bailarina del Ballet Oficial. Su formación se enriqueció con la enseñanza de un maestro ruso, George Tomín, y su esposa, Irupe Pereira. A lo largo de su carrera, amplió sus conocimientos con reconocidos maestros de Córdoba, como Silvia Estefanelli y Carlos Flores. Tomó clases en el Teatro San Martín y también participó en los niveles sexto, séptimo y octavo del Seminario de Danza Clásica Irinova, realizado en el Teatro Irinova.
Su búsqueda por profundizar en su arte la llevó a Buenos Aires, donde continuó su formación en el Teatro Municipal San Martín. Allí recibió clases de danza clásica, contemporánea, expresión corporal, música y composición. Además de su trayectoria como bailarina, Sonia dedicó su vida a la enseñanza, comenzando a dictar clases de ballet clásico desde los 15 años, desarrollando un enfoque pedagógico caracterizado por una mirada única y enriquecedora, tal vez un poco diferente a la tradicional.
–En tiempos modernos, ¿de qué manera tu formación en danza contemporánea ha influido en tu visión y enfoque pedagógico dentro de la enseñanza de la danza clásica?
–Mi formación en danza contemporánea me ha brindado una perspectiva diferente a lo estrictamente académico. Aunque mi estructura pedagógica sigue siendo convencional, con música clásica y una técnica sólida, reconozco que la danza clásica ha evolucionado. Hoy en día se incorporan estilos como la salsa o el tango, entre otros, pero manteniendo la estructura tradicional.
–¿Qué opinás sobre las reinterpretaciones contemporáneas de los ballets clásicos?
–Con la reversión que se está haciendo en los ballets clásicos a través de nuevos lenguajes, tenemos, por ejemplo, obras como El Cascanueces, que están siendo reinterpretadas por coreógrafos contemporáneos o incluso por bailarines formados en lo clásico, pero con puestas en escena completamente contemporáneas. La estética cambia de forma abismal, y eso también me resulta fascinante. Es algo que quizás se ha heredado de la ópera, donde una obra tradicional de hace uno o dos siglos puede conservar su estructura musical o dramatúrgica, pero el componente estético es tan fuerte que una puesta contemporánea puede condicionar por completo la experiencia del espectador, alejándose de lo tradicional. Lo que me resulta aún más provocador es cuando no solo cambia la estética, sino también el lenguaje del movimiento: se mantiene el mismo argumento y la misma música, pero todo el vocabulario del ballet se transforma en uno contemporáneo. A veces, incluso, se mezcla con hip hop, acrobacias o con otros lenguajes escénicos. Sin embargo, se sigue volviendo a las obras tradicionales de la danza clásica. Hay algo muy romántico en ese gesto de retornar a las fuentes, como sucede con Hamlet en teatro o La consagración de la primavera en danza contemporánea. Muchos coreógrafos contemporáneos sienten esa necesidad de dialogar con esas piezas originales.
–¿Podés compartir un ejemplo?
–Un ejemplo muy claro de esto es el trabajo de Mats Ek, un coreógrafo que ha reinterpretado varios ballets clásicos desde una mirada completamente contemporánea. En su versión de Giselle, por ejemplo, la protagonista no muere: se vuelve loca y baila con un chaleco de fuerza, al igual que todas las otras bailarinas, que ya no son «Willis» —en el ballet original son espíritus de mujeres jóvenes que murieron antes de casarse—, sino mujeres internadas en una institución psiquiátrica.
–¿Qué cambios recientes te parecen más sorprendentes en la representación de género y diversidad dentro del ballet clásico?
–Algo muy asombroso en estos tiempos es que los papeles femeninos en el ballet ahora suelen ser interpretados por hombres, a modo de parodia o como una forma de oposición, con la utilización de zapatillas de punta, tutús y todos esos roles emblemáticos como los cisnes, Giselle o El Cascanueces. El ballet más conocido en este estilo se llama Ballet de Trocadero, que cuenta con un extenso repertorio y excelentes bailarines que interpretan roles femeninos. Incluso hay bailarines negros, algo bastante llamativo, ya que en el ballet clásico la presencia de personas negras no está prohibida formalmente, pero sí ha estado bastante excluida históricamente. Por eso me parece interesante cómo, en estos tiempos, empiezan a desdibujarse los estigmas y paradigmas tradicionales sobre lo que es la danza clásica.
–¿Creés que la danza clásica está avanzando hacia una visión más saludable e inclusiva del cuerpo?
–En el mundo de la danza, noto que hay un fuerte enfoque en el cuerpo, especialmente en las mujeres. Por lo general, las chicas deben ser atléticas, delgadas, con un tipo físico muy específico. En cambio, en los varones no hay tanto juicio en cuanto al estereotipo físico; sí se limita un poco el sobrepeso excesivo por la movilidad que requiere la danza, pero no hay tantas presiones visibles. Creo que, poco a poco, se están incorporando nuevas formas de entender el cuerpo desde una perspectiva más saludable, aunque aún hay un largo camino por recorrer.
Dentro de esta disciplina hay un problema muy grave con la anorexia y la bulimia. Todo el mundo lo sabe, pero es un tema tabú, no se habla abiertamente. Ni los docentes ni las madres hablan sobre ello, y, sin embargo, ocurre muy seguido. También existe mucho prejuicio en relación al busto en las mujeres. Hay bailarinas que se someten a cirugías para reducir o incluso extirpar total o parcialmente la glándula mamaria, porque se considera un requisito “básico” para ciertas compañías. Nadie te lo va a decir abiertamente, pero si no cumplís con ese ideal estético, simplemente no entrás.
Además, el color de piel es otro prejuicio silencioso. La tez trigueña o morena sigue siendo un obstáculo para muchas bailarinas. Por ejemplo, se les exige usar maquillaje muy claro —tipo “paniex”—, casi blanco, para uniformar la piel y disimular diferencias. Lo mismo pasa con los tatuajes: en las audiciones suelen pedir que no tengas ninguno.
–¿Conocés algún caso sobre estos prejuicios?
–Recuerdo una alumna que dudaba en presentarse a una audición porque no podía taparse los tatuajes, y al final no fue. Es otro requisito prejuicioso, como si tener cicatrices fuera una desventaja.
En otro caso, una alumna tuvo que eliminar un tatuaje en el hombro para su primer rol en El Lago de los Cisnes. En ese entonces, las técnicas para remover tatuajes no estaban tan avanzadas y le quedó una quemadura, una cicatriz visible. El director no la aceptó para el rol por esa cicatriz. Son cosas que pasan y que muestran hasta qué punto el cuerpo de la bailarina está sometido a demandas muy estrictas y, a veces, dolorosas.
–¿Cómo ves la relación entre el ballet clásico y el estatus social en el público que lo consume?
–A casi todas las personas, especialmente a las que no están dentro del mundo de la danza, les pasa esto: no conocen lo que sucede en la danza contemporánea y se quedan estancadas en obras clásicas como El Lago de los Cisnes o El Cascanueces. Desde el público tradicional, ir a ver una obra clásica y convencional se vuelve algo casi obligatorio. Esto forma parte de un estatus social de élite, donde ir al teatro, a un teatro italiano, con todo ese formalismo, te otorga prestigio. Los espectadores habituales lo hacen más para mantener ese estatus que porque realmente les guste la obra. Yo misma, desde los palcos, he visto gente dormir en las plateas. Compran la entrada solo para poder decir que vieron El Lago de los Cisnes, no porque les interese realmente.
–¿Creés que la danza clásica hoy en día quedó asociada principalmente al estatus?
–Yo creo que sí, que tiene mucho que ver. La clase alta suele mandar a sus hijos, especialmente a sus hijas, a clases de ballet. En algunos casos son madres que han practicado danza, o, aunque en menor medida, padres —que los hay, pero son pocos—. Muchos conservan o incluso proyectan en sus hijos sus propias expectativas o actividades frustradas, esperando que ellos puedan cumplirlas y convertirse en bailarines profesionales. Es algo parecido a lo que pasa con los hombres y el fútbol.