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Stella Maris Botta: “Nosotras también sangramos, la guerra no fue solo en Malvinas”

Por Lara Arenas

Stella Maris Botta es enfermera profesional y veterana de la Guerra de Malvinas. Se recibió como enfermera en la ciudad de Villa María y posteriormente continuó su formación en el Hospital Aeronáutico de Córdoba. Más tarde, se trasladó a Buenos Aires, donde realizó un curso intensivo que incluyó entrenamiento militar especializado. Tenía 23 años durante el conflicto bélico de 1982 y se encontraba destinada en el hospital de campaña ubicado en Comodoro Rivadavia, desde donde brindó asistencia a los heridos provenientes del frente.

A lo largo de su carrera profesional se desempeñó en diversas instituciones, incluyendo las escuelas oficiales de la Fuerza Aérea Argentina. Hoy, recientemente jubilada, repasa su historia con la serenidad de quien sabe que su servicio dejó huella.

– ¿Podrías contarnos cómo se llevó a cabo la convocatoria para participar en el conflicto del Atlántico Sur y qué edad tenías en ese entonces?

– Todo comenzó en 1982, en el Área Material Córdoba —hoy FAdeA—, donde funcionaba una unidad llamada Escuadrón Sanidad. Teníamos un jefe, el comodoro Lutteral. Un día nos convocó a su oficina a todas las cabos principales que estábamos en el área y nos dijo que iba a hacernos una pregunta, y que, si no la respondíamos, él mismo tomaría una decisión. La pregunta fue: “¿Quién quiere ir al conflicto del Atlántico Sur?”.

En ese momento yo era parte de la tercera promoción. Observé a mis compañeras, que eran de la primera y la segunda promoción, para ver qué respondían; como vi que todas dudaron y retrocedieron, decidí decir: “Señor Comodoro, yo voy”.

A partir de ahí me desafectó de mis tareas habituales y me ordenó armar mi equipo. Tenía 23 años en ese entonces. La mayoría de mis compañeras también tenía esa edad; solo había una o dos de 25. La Fuerza Aérea había comenzado a incorporar enfermeras en 1980: la primera promoción tuvo unas 20; la segunda, 19; y la tercera, a la que yo pertenecía, 12.

– ¿Cuál fue la reacción de ustedes y de sus familias, especialmente de tus padres, frente a la misión asignada?

– En ese momento, quizás por la juventud, no pensé en los riesgos que implicaba estar allí. Mi única preocupación era servir a mi patria, ya que había jurado defenderla hasta morir y, a su vez, poder curar a mis camaradas.

No entendía bien la reacción de mis compañeras. Por ejemplo, Mónica Rosa, con quien había salido de Córdoba, lloraba y no quería ir. Yo trataba de consolarla, diciéndole que no íbamos a la guerra, sino al hospital. Pero cuando el tren hizo una parada en Villa María, allí estaban mis padres y los de ella, con los ojos llenos de lágrimas, sin poder comprender la situación.

Le dije a mi mamá: “Esto es un orgullo, es un honor para mí poder curar las heridas de mi patria”. Ella no lo entendía del todo; me dio un beso en la frente, su bendición, y fue la primera vez que vi a mi papá llorar. Luego sonó el silbato, subimos al tren y los vimos quedarse en el andén, cabizbajos. El tren comenzó a alejarse y, aunque seguí mirando, pronto los perdí de vista, desapareciendo poco a poco en la distancia.

– ¿Qué tipo de capacitación recibieron previamente?

– Realicé mis estudios primarios, secundarios y mi formación como enfermera en Villa María. Luego me presenté en el Hospital Aeronáutico Córdoba, donde rendimos unas evaluaciones, y de allí nos trasladaron a la capital.

En Buenos Aires comenzamos un curso de seis meses, en el que nos capacitaron en diversas áreas: tiro, introducción militar, sanidad de la Fuerza Aérea, defensa personal, entre otras. Este curso no solo nos formó profesionalmente, sino que también nos introdujo en la vida militar.

En ese momento todas éramos cabos principales en comisión y pertenecíamos a la Escuela de Sanidad. Durante el conflicto nos manteníamos vestidas de verde, con casco y pistolera, siempre preparadas para cualquier situación que pudiera surgir.

– ¿Cómo fue el traslado y la llegada a Comodoro Rivadavia?

– Llegamos alrededor del mediodía en un Hércules C-130. Viajamos en tren hasta El Palomar y desde allí embarcamos hacia Comodoro. Al arribar nos recibió el brigadier Irgan, que estaba al mando, y el comodoro Vidal, quien nos asignó nuestros destinos dentro del área. A mí me tocó el hangar.

Lo primero que hicimos fue preparar todo el material descartable: jeringas, gasas, alcohol y todo lo necesario para tenerlo listo cuando llegaran las primeras evacuaciones. Al principio llegaban entre 10 y 15 heridos, pero cuando la guerra se intensificó comenzaron a arribar entre 30, 40, hasta 50. Ya no alcanzaban las camillas ni los insumos, así que tuvimos que improvisar con colchas en el suelo, una al lado de la otra.

– ¿Cómo organizaban la atención a los heridos al llegar, especialmente en cuanto a la gravedad de cada caso?

– Cuando los heridos llegaban, los hacíamos recostar o sentar, según la gravedad, y luego realizábamos el triage para clasificarlos. A los que podían esperar los apartábamos, y a los que necesitaban atención inmediata los atendíamos enseguida. Les dábamos los primeros auxilios y, dependiendo del caso, los derivábamos a terapia intensiva, cirugía o traumatología.

Todo esto lo hacíamos en equipo, trabajando codo a codo, tanto varones como mujeres. En mi grupo éramos solo siete enfermeras y no dábamos abasto, pero, a pesar de la escasez, hicimos todo lo posible por salvar vidas. Y logramos salvar muchas.

– ¿Cómo reaccionaban los combatientes al ver que eran atendidos por mujeres?

– Muchos se sorprendían al vernos, porque no era común encontrar mujeres en un hospital de campaña. Nuestro hospital era reubicable: podía instalarse en cualquier lugar. En un primer momento se había previsto ubicarlo en las islas, pero por el peso del equipo y las condiciones del terreno —la turba blanda de Malvinas— no fue posible, así que se trasladó a Comodoro Rivadavia, dentro de la IX Brigada Aérea, a unos 100 metros de la pista.

Cuando los soldados llegaban y nos veían, decían con asombro: “¿Mujeres? ¿Qué hacen acá?”. Entonces les explicábamos que éramos enfermeras, que estábamos allí para curarlos, contenerlos y cuidarlos.

– Sabiendo lo importante que era el apoyo emocional, ¿qué estrategias utilizaban para contener y apoyar a los soldados en su recuperación?

– Apenas llegaban, nos preguntaban si podían comunicarse con su mamá. En esos casos les pedía el número de teléfono —en ese tiempo solo existían los de línea— y trataba de que alguien en comunicaciones pudiera hacer el contacto. Si lograban comunicarse, les decían a sus madres que estaban bien. Eso era importante para ellos y para nosotras.

Todo soldado que pasaba por el hospital tenía la orden de no regresar a las islas, sino volver a su destino de origen. Cuando el mensaje llegaba a su madre, me avisaban, y yo se lo comunicaba al soldado. Eso los tranquilizaba mucho.

Nosotras hacíamos de todo: de hermanas, de madres… aunque la diferencia de edad era mínima. El cariño y la dedicación con la que los tratábamos eran profundos. Queríamos que se sintieran bien, porque llegaban con la mirada perdida, tristes, con dolor. Hacíamos todo lo posible por contenerlos, diciéndoles que pronto estarían bien, que volverían a casa.

Pero muchos no querían volver: decían que habían dejado a su hermano en las islas y querían regresar. Nosotras tratábamos de calmarlos, de darles esperanza. Fue un tiempo muy doloroso, con situaciones muy duras… y hay dos casos, en particular, que se me quedaron grabados para siempre.

– ¿Podés contarnos acerca de esos casos?

– Uno de los que más me marcó fue el de un soldado que llegó en estado de shock. Al levantarse las sábanas se dio cuenta de que le faltaba una pierna. En ese momento clamó con un grito desgarrador: “¡Dios mío, quiero a mi mamá!”.

Nosotras teníamos la orden de sonreír siempre, de transmitir calma y contención, pero en ese instante el impacto fue tan fuerte que se me borró la sonrisa. Fue un shock también para mí. Me costó sostenerme, pero sabía que era yo quien debía atenderlo, quien debía estar fuerte. Entonces busqué dentro de mí toda la fuerza que Dios pudiera darme para sobreponerme y brindarle la atención que necesitaba. Tenía que ser su sostén en ese momento de desesperación; aunque por dentro también estaba rota, por fuera debía ser serena y compasiva.

– ¿De qué manera se apoyaban mutuamente en los momentos difíciles?

– Vivimos un compañerismo verdadero. Todos nos ayudábamos mutuamente, enfocados en la atención de los heridos y en cumplir las órdenes como correspondía. Al menos en mi grupo nunca tuvimos contratiempos: entendíamos que lo más importante era mantenernos bien.

Cuando alguna se sentía decaída, siempre había otra dispuesta a levantarle el ánimo: hablándole, haciéndola reír o contándole un chiste. Era nuestra forma de cuidarnos y sostenernos emocionalmente para seguir adelante.

– Aparte de brindar atención médica, ¿qué otras responsabilidades tenían?

– Nuestros jefes se aseguraban de asignarnos tareas para mantenernos activas y enfocadas. Podía ser preparar material médico, armar equipos que se enviaban a las islas u organizar bultos con medicación, alimentos y ropa.

Todo eso se cargaba en los Hércules, que luego partían rumbo a Malvinas. Los Hércules descendían en un único punto, dejaban rápidamente la carga, subían a los heridos y regresaban a Comodoro. Ese proceso no duraba más de 20 minutos: era una operación ágil, coordinada y constante.

– Tras finalizar el conflicto bélico, ¿cómo fue el proceso de reconocimiento como veterana de guerra para vos y tus compañeras?

– En una de esas misiones logró cruzar una sola compañera, Liliana Colino. Aquel vuelo tuvo muchas complicaciones: al regresar, el piloto debió hacer un vuelo rasante para evitar ser detectado por radares enemigos, lo que retrasó su llegada. A raíz de eso, se prohibió el cruce de enfermeras femeninas a las islas.

Por ese hecho, Liliana fue la única que recibió el reconocimiento como veterana de guerra; para 1985 ya percibía el beneficio. El resto de nosotras quedó excluida. Con el tiempo hubo otros casos que lograron reconocimiento: dos compañeras, Alicia Reynoso y Estela Morales, ganaron un juicio en 2022 y pudieron ser reconocidas.

Gisela Basle, que falleció en Alemania, recibió la veteranía recién después de su muerte, pero ya no tenía hijos ni esposo que pudieran recibir el beneficio. En cambio, Mirta Rodríguez, que falleció en Córdoba, nunca fue reconocida.

– ¿Cómo fue para vos enfrentarte a comentarios que deslegitimaban tu labor?

– Muchas veces nos dijeron que no debíamos contar que habíamos estado en las islas. Nos minimizaban, diciendo que lo único que hacíamos era salir del hospital a comprar cigarrillos —yo jamás fumé—. También nos decían que no sabíamos lo que era sentir el repiqueteo de las balas o el olor a sangre.

Esas cosas, sin embargo, las viví. Y no fue en las islas: fue aquí, en Córdoba. Cuando me dijeron eso, no aguanté más. Me levanté y me fui. Me dolió profundamente. No podía entender cómo alguien podía decirme algo así.

– ¿Qué significa hoy para vos haber sido parte de esa historia?

– Significa haber cumplido con mi juramento: servir a mi patria y cuidar a mis camaradas. La guerra me marcó para siempre, pero también me enseñó el valor de la vida, del compañerismo y del amor por el otro.
Hoy estoy jubilada, pero sigo siendo enfermera, sigo siendo soldado. Porque el amor por la patria no se jubila.

Enfermera durante el conflicto del Atlántico Sur y, aunque no cruzó a las islas, vivió el dolor, el caos y la entrega desde el hospital reubicable en Comodoro Rivadavia. Junto a sus compañeras, enfrentó el silencio, la desvalorización y el olvido.