Por Antonella Herrera
“Anto, ¿te acordás que papá se fue unos días a Ushuaia a navegar? Bueno… hoy me llamaron de la Armada y me dijeron que hace dos días que no tienen comunicación con el submarino”.
Viernes 17 de noviembre de 2017. Era el último día de clases de mi primer año de secundaria. Las vacaciones estaban cerca y el colegio estaba lleno de movimiento y entusiasmo. Ese día, llamaron a mi mamá para que me acompañara al acto de clausura: yo iba a recibir un diploma por haber participado en los Juegos Evita representando a Jujuy. Era una sorpresa, pero no la única que me esperaba.
Un mes antes, me encontraba en Mar del Plata compitiendo a nivel nacional en atletismo: corría 800 y 1500 metros. Generalmente, los atletas viajan sin sus padres, pero tuve la coincidencia de que mi papá trabajaba allí. Los dos estábamos felices de encontrarnos de manera inesperada, porque normalmente solo nos veíamos durante las vacaciones de invierno o de verano.

Mi papá se llamaba Hugo, y si tuviera que describirlo en una sola palabra, sería apasionado. Amaba su trabajo, aunque durante mucho tiempo yo no entendía bien qué hacía; solo sabía que era submarinista y que vivía lejos.
Aun así, era un papá atento, detallista y que me adoraba. Me apoyaba en cada idea y siempre encontraba la manera de darme ánimo cuando estaba triste. También me ayudaba con el colegio y, durante las vacaciones, siempre éramos él y yo contra el mundo.
La competencia duró una semana y yo estaba emocionada: era la primera vez que viajaba sola y, con apenas 13 años, ya me sentía toda una chica grande. A la vez, me daba vergüenza que me saludara delante de mis amigos. Sentía que todos me miraban. Ahora pienso que, en realidad, él estaba feliz de mostrarme al mundo.
Sabía darme mi espacio: nos cruzábamos en los almuerzos cuando salía de trabajar y siempre encontraba la manera de estar presente. Estaba en cada mensaje, en los regalitos que me hacía llegar y, por supuesto, en las pruebas y competencias. Incluso pedía salir antes del trabajo para verme correr. Durante esos días, lo había hecho muy feliz y lo había escuchado presumir, orgulloso, de que “su hija había ganado y había venido a competir a nivel nacional”.
Al emprender el regreso a Jujuy, me despedí de él, apurada por ganar el asiento delantero del colectivo. Desde la ventanilla de arriba le hice un gesto rápido de saludo; él se quedó mirándome desde abajo, un poco triste. Sabía que iba a extrañarme tanto como yo a él.
Cuando terminó el acto de clausura, corrí hacia mi mamá para mostrarle el diploma. Su sonrisa estaba intacta, pero sus ojos tenían otra luz, más pesada. Supe que algo andaba mal. En la parada de colectivos, mientras revisaba el celular una y otra vez, me explicó con voz temblorosa que hacía dos días que no tenían noticias de mi papá y que la Armada estaba preocupada.
Cuando ella mencionó el oxígeno y la cuenta regresiva, todo cobró otra dimensión: de pronto, el peligro se volvió tangible, una sombra que se posaba sobre mí.
El trayecto hasta casa se volvió eterno y silencioso. Yo repetía en mi cabeza: “Si no es el primer viaje que hace, ya va a volver. Seguro lo veo en las vacaciones de diciembre, como siempre”.
Al llegar, el aroma a milanesas me abrazó en la puerta, un pequeño refugio entre la incertidumbre y la realidad. Mi abuela —a quien siempre llamo “Mami”— había llorado toda la mañana, y mi mamá me pidió que entrara con el diploma para traerle algo de alegría.
—Mami, mirá lo que me dieron —dije.
Ella intentaba ocultar las lágrimas y me sonrió con la misma expresión cabizbaja de siempre. Fue en ese instante que entendí que la situación era mucho más grave de lo que podía imaginar.
Corrí a mi pieza y prendí la tele. Estaba en Nickelodeon, pero no tardé en encontrar un canal de noticias: todos hablaban del submarino. Fotos, cifras, hipótesis que se repetían miles de veces.
Agarré el celular y llamé a mi papá varias veces. Le mandaba mensaje tras mensaje, con la esperanza de una respuesta que nunca llegaba. Mi pecho se apretaba, la garganta se me llenaba de nudos y un frío extraño me recorrió todo el cuerpo. Así empezó todo.
Cuatro días después, mis abuelos paternos, mi mamá y yo viajamos desde Jujuy a Mar del Plata. No llevábamos mucho: unas pocas mudas de ropa y una valija cargada de esperanza.
Horas más tarde estábamos en la base naval, donde mi papá trabajaba. Afuera había un mar de periodistas, cámaras y micrófonos. También carteles con mensajes, banderas que flameaban con los nombres de los tripulantes, fotos y dibujos de los 44 submarinistas. Todo se sentía irreal, como si la vida hubiera pasado a cámara lenta.
Para ingresar tenías que dar el nombre del tripulante, como una contraseña de dolor que identificaba a cada familia. “Herrera, Hugo”, pronunció mi tío Rubén, también militar, que nos acompañaba en esos días.
La sala donde se reunían las familias se llenaba poco a poco. Cada cierto tiempo daban un reporte. A veces decían que había novedades, pero la mayoría de las veces no era nada. Para mí, esa rutina se parecía a un velorio anticipado: llegar temprano, nombrar a mi papá en su ausencia, sentarnos a escuchar, comer algo rápido y seguir esperando una noticia que nunca llegaba.
La familia estaba casi completa. Mis abuelos y mis seis tíos —cuatro de ellos también en el Ejército— se reunían cada día en la base naval, esperando el regreso del primer hijo, del hermano, del esposo… del hombre que para mí no era militar ni submarinista: era simplemente mi papá.
Con el tiempo fui entendiendo qué significaba realmente su trabajo. Él, como suboficial segundo, estaba a cargo del control tiro en el submarino. Su responsabilidad principal era la consola desde la cual se operaban los torpedos, además del mantenimiento y correcto funcionamiento de los dos periscopios —el de observación y el de ataque—. También debía verificar el armamento y realizar pruebas, y, como parte del departamento de armamento, colaboraba en tareas como el embarque de municiones, el mantenimiento en cubierta o las amarras del buque.
Quienes lo conocieron lo recuerdan como un profesional impecable, meticuloso en cada detalle: desde el uso del uniforme hasta la vasta experiencia que tenía en maniobras marineras. Al principio podía parecer severo, con esa “cara de pocos amigos” que imponía respeto y mantenía a raya a cualquiera. Pero quienes lograban entrar en su pequeño círculo de confianza descubrían lo contrario: un hombre noble, leal y sensible detrás de esa coraza.
Para sus amigos y colegas, Hugo fue y sigue siendo un ejemplo de las cualidades personales y profesionales que debe tener un suboficial submarinista. Su legado como militar y como persona sigue marcando a quienes tuvieron la suerte de compartir el submarino con él.
A esa edad, yo no comprendía lo que pasaba dentro de esa sala de la base naval. Mientras los adultos contenían la respiración con cada parte oficial, mis tíos trataban de protegerme del ambiente y me sacaban afuera para distraerme. Recuerdo jugar a la pelota con mi primo, subir a la caja de la camioneta para ir a la cantina y comprar golosinas, caminar y correr por los espacios donde no había mucha gente, como si estuviéramos en cualquier paseo familiar. El olor a puerto, que ya me resultaba conocido, se mezclaba con la brisa y las risas, dándome un poco de normalidad en medio de la tensión.
Una tarde, en medio de esa semana caótica, entramos a la cantina a comprar chocolates con mi tío Rubén. Él daba la impresión de ser fuerte. Usaba lentes de sol casi todo el tiempo y sabía disimular la tristeza que cargaba. Nunca lo había visto llorar. Hasta ese momento.
En la televisión apareció la noticia: hablaban de que el submarino había “implosionado”. Mi tío y la gente que estaba en la cantina comenzaron a llorar. Mi primo y yo no entendíamos nada. Nunca habíamos escuchado esa palabra.
Compramos y nos fuimos a la sala donde estaban los demás. Al entrar fue como ver el infierno en persona: gente llorando, madres desmayadas, militares asistiendo con agua, algunos llevando familiares a la enfermería. El tiempo se había detenido ahí. Yo estaba en estado de shock. ¿De verdad estaba pasando esto?
Cuando bajé de la camioneta, toda mi familia se acercó a mí. Tenían que contarme lo que había sucedido. ¿Cómo se le dice a una niña que su papá no va a volver?
—Anto, vení, hablemos —me dijo mi mamá.
Inmediatamente empecé a llorar, y ella también. Presentía lo que me iba a decir, aunque no quería escucharlo.
—Te voy a explicar lo que pasó —dijo con voz temblorosa—. El submarino implosionó… ¿viste cuando aplastás una lata de gaseosa y se achica de golpe? Bueno… algo así le pasó al submarino. Pero te prometo que papá no sufrió, fue todo muy rápido.
El tiempo se congeló. Las esperanzas se desvanecieron. Las lágrimas caían sin control. Solo podía sentir el vacío que dejaba su ausencia, mientras el mundo seguía girando, indiferente.
A partir de ese día, mi vida se partió en dos: lo que vino antes y lo que vino después. Por fuera, los años pasaban y parecía que todo seguía igual; por dentro, nada volvió a ser lo mismo.
Para protegerme, guardé todo lo relacionado con mi papá en cajas invisibles dentro de mí, hasta que ya no pude más.

Durante un tiempo logré engañarme: al verlo tan poco, su ausencia parecía normal. Pero con los años, esa herida que nunca cerró empezó a doler de verdad. En el verano de 2020 llegaron sus pertenencias. Abrirlas fue como abrir un portal al pasado, como perderlo de nuevo.
Desde entonces, todo fue difícil y doloroso de asimilar. Hoy, a mis 22 años, miro atrás y agradezco todo lo que hice hace ocho años para sobrevivir y cargar con esa ausencia, aprendiendo a vivir sin un pilar tan esencial en la vida de un niño. Aprendí a sonreír cuando todos lloraban, a mostrar calma aunque por dentro me estuviera rompiendo, a mantener la rutina mientras mi mundo se tambaleaba. Era solo una niña, pequeña e indefensa, pero me sentía como si tuviera que sostener el peso del mundo sobre mis hombros.
Ya no tendré a alguien que me escriba cartas para mis cumpleaños, que me aliente desde la tribuna, que me reciba con un abrazo enorme al llegar a casa, alguien a quien solo podía ver en vacaciones o durante llamadas. Soñaba con su regreso: lo veía saliendo del submarino, yo corriendo hacia él, abrazándolo, pidiéndole que no se fuera más, diciéndole cuánto lo extrañaba. Ese sueño se volvió eterno, pero era el único momento en que podía estar con él. Despertaba y la tristeza me invadía de nuevo, como olas golpeando sin cesar.
He vuelto varias veces a La Feliz, pero nunca me animaba a entrar al mar. Me sentía enojada, como si me debiera algo, como si el agua me reclamara una presencia que ya no estaba. Hasta que, en 2023, días después del aniversario, decidí viajar a Miramar y aprender a surfear. Fueron tres días que se sintieron eternos, memorables, un regalo solo para mí. Recuerdo el instante exacto en que lo acepté: flotando, abrazada por el agua, dejando que la calma recorriera mi cuerpo. Otra vez, el tiempo se detuvo, pero esta vez fue paz.
El mar sigue allí, inmenso y silencioso, como el recuerdo de mi papá. Cada ola me recuerda a él, cada viento me envuelve con su ausencia. Y aunque la vida me enseñó a soltar, cada vez que entro al agua siento que, de algún modo, nunca me dejó del todo. Su abrazo, su aliento y su presencia siguen conmigo, suaves y presentes, entre la espuma y el horizonte.
Sé que nunca volverá, y sin embargo, en el mar siempre lo encuentro.
El ARA San Juan era un submarino de la Armada Argentina, destinado a misiones de vigilancia y defensa. Durante aquel viaje, mi papá, Hugo Herrera, integraba la tripulación. Lamentablemente, el submarino desapareció en el Atlántico con sus 44 tripulantes a bordo el 15 de noviembre de 2017. Fue un hecho que conmovió a todo el país y dejó una marca imborrable en nuestras vidas.