Por María Juliana Lucero Martínez

Mientras habla, se toca el pecho inconsciente repetidas veces. Lo hace una, dos, tres veces… Y a la cuarta ya las ganas le ganan a la cortesía y, sin pensarlo lo suficiente, me lanzo y pregunto si no es mucha molestia ver la cicatriz. Él asiente, dudoso, aunque pareciera que lo estaba esperando, como si estuviera acostumbrado a escuchar la pregunta. Se empieza a desabrochar los botones de la camisa azul marino y puedo empezar a visualizar la marca en la piel regenerada, es de un color rosáceo con impresión de un pequeño relieve y sin ninguna escama a la vista. Llega al sexto botón, y puedo ver completa una incisión de 20 centímetros ya curada, pero que sigue dejando su marca notoria de que algo muy importante sucedió allí.
En el día cuando ocurrió el inicio de todo este viaje con un primer paro cardíaco, Carlos Chamorro estaba en su trabajo. Como todos los días, se había levantado temprano para desayunar un café con leche y unas tostadas con su mujer, Alicia, para poder arrancar el día.
Dejó a su esposa en el trabajo y arrancó directo para la empresa de telecomunicaciones de Rosario donde cumplía funciones administrativas. Llegó a las 8:15, saludó a todos y fue directo para su lugar asignado. Parecía un día más, pero sería el inicio de un viaje inimaginable.
Alrededor de las 13, empezó a sentir una presión en el pecho. Sentía cómo el corazón se le iba arrugando y debilitando al mismo tiempo; le dolía muchísimo. Comenzó a marearse, le dolía la cabeza, el pecho y los ojos.
Era un dolor como si te aplastara, justo en el pecho, el elefante más pesado de todos. Comenzó a ver menos hasta que perdió por completo la conciencia y se derrumbó en el suelo. En su último recuerdo lúcido, la realidad y el sueño se fundían. La luz parpadeante de la ambulancia se confundía con la imagen de un túnel luminoso. Las voces que oía, inciertas y etéreas, eran un enigma: ¿eran los paramédicos o solo ecos de su mente? La línea entre la realidad y la fantasía se difuminaba, dejando solo una nebulosa mezcla de luces y sombras en su conciencia, donde la esperanza y la ilusión se entrelazaban.
Pit…pit…pit…pit. ¿Qué es ese ruido tan molesto que lo obliga a abrir los ojos? El ruido frecuente de la máquina que registra sus pulsaciones lo hace reaccionar. Lo primero que logra distinguir es blanco, pero un blanco muy fuerte que, a medida que acostumbra la vista, se va apagando y aparecen las imágenes. Pantallas, cables, aparatos. De a poco comprende que está en una habitación de hospital.
Alicia estaba con Clara y Catalina, sus dos hijas. También estaban algunos compañeros de trabajo que empiezan a acercarse a la cama con cara de alivio. Aunque lo único que sus miradas reflejan es preocupación.
Sus compañeros son quienes lo comienzan a atosigar con un millón de preguntas que no logra escuchar claro. Las primeras palabras que sí logra entender son las de su mujer, preguntando, intentando mantener la compostura, sobre qué le había ocurrido y cómo se encontraba.
Carlos no lograba armar una oración; estaba perdido y desconectado de la realidad; sentía que no encontraba las palabras.
Una de sus hijas fue a buscar a los doctores. Al llegar, comenzaron a hablar con Carlos tratando de ubicarlo en la situación que acababa de vivir. Había sufrido un paro cardíaco y, por suerte, sus compañeros lo lograron traer a tiempo al hospital.
Le comentaron que mientras había estado inconsciente, le realizaron unos estudios de rutina y que sospecharon que el problema era algo que tenía que ver con su corazón, el órgano que te mantiene vivo.
“Cardiomegalia para ser más específicos”, dijeron los médicos. Esta enfermedad puede hacer que el músculo del corazón se engrose o que las cámaras se dilaten, provocando que aumente de tamaño. A largo o corto plazo, genera muchos problemas y hasta puede causar la muerte.
Un balde de agua helada le cayó encima. Sintió miedo, preocupación, desconcierto y ansiedad, que se iban agrandando con cada palabra del diagnóstico que decían los médicos. Escuchaba cómo a cada pregunta que hacía su esposa le respondían con un “No estamos seguros, para aclararlo tenemos que hacer más estudios”.
Después de prestar atención por unos minutos, se empezó a desconectar; su mente hizo una pausa porque tal vez no quería aceptar que su vida iba a dar un giro de 180 grados. No quería familiarizarse con la idea de que, en lugar de despertarse temprano para ir a trabajar, se levantaría para realizar distintos estudios de sangre, orina, tomografías, electros, radiografías; no quería pasar días y días en hospitales.
Pero aunque no lo deseara, sabía que debía hacerlo si quería encontrar una solución a su problema, debía hacerlo si quería dejar de tener ataques y, sobre todo, debía hacerlo si quería seguir viviendo.
Y así fue como, a la fuerza, comenzó a ver el hospital de otra manera. Lo que a simple vista cualquiera ve como una clínica, para él ya era un lugar que frecuentar los cinco días de la semana. El blanco de las paredes que al principio le habían parecido frío y brillante ahora lo pasaba por alto. Conocía a todas las enfermeras; sabía cuáles sillas eran las más cómodas de la sala de espera. Y se había aprendido cuántos enchufes tenía su habitación. Se acostumbró a ese lugar antes desconocido. Hasta podía entrar en la definición de “hogar”.
Al dar por terminado el circo de estudios, los resultados refutaron la cardiomegalia, aunque no era tan grave. Los médicos le dieron como solución un marcapasos que podría prevenir los ataques cardíacos. El pequeño dispositivo operado con pilas, que percibe cuándo el corazón está latiendo en forma muy lenta y envía una señal, la cual lo hace latir al ritmo correcto.
Su primera entrada al quirófano fue un martes lluvioso, del mes de diciembre del 2020, cuando le colocaron el marcapasos. En ese aparatito de 2,6 centímetros estaba depositada toda la fe y esperanza de Carlos de poder volver con su familia, a su casa y lo más importante y que más deseaba en su vida, a la normalidad. Como la cirugía fue un éxito, a los pocos días pudo volver a su verdadero hogar y disfrutar un poco de esa normalidad que tanto anhelaba. Pero como todo en esta vida es efímero y cuando más lo disfrutas más rápido pasa el tiempo, como dice el conejo blanco “se hace tarde”. A las pocas semanas volvió a ingresar a urgencias por tener otro paro. Fue en ese momento cuando se dieron cuenta que no iba a ser tan fácil atravesar esta situación.
El rechazo del marcapasos no era buen augurio, así que al investigar muy a fondo, los médicos decidieron proseguir con un aparato más sofisticado. El DCI (Desfibrilador cardioversor implantable) detecta un latido cardíaco rápido para enviar rápidamente una descarga eléctrica al corazón. Al informarle a la familia y a Carlos que esto era necesario para seguir vivo, la decisión fue inmediata y de un rotundo sí. Así es como Carlos entró en el quirófano por segunda vez, también esperando ser la última.
Al salir del hospital, ya con el DCI, los dolores no solo empeoraron sino que aumentaron el doble; lo que antes se sentía como un elefante pesado ahora era el circo completo comprimiendo y estrujando su pecho. “Cada vez que me venía un dolor me daba una descarga eléctrica, que se convirtió en más dolor, dolor y dolor”.
A las tres semanas de la cirugía, Carlos se encontraba en su casa cuando el dolor que lo invadió de pies a cabeza casi lo mata. Lo dejó tirado en el suelo rogando que parara; su familia lo llevó lo más rápido posible al hospital. Los médicos al atenderlo descubrieron que el aparato que debía mantenerlo con vida le dio 28 pulsaciones, es decir, 28 descargas eléctricas. Lo que le quedó grabado a Carlos fueron las palabras del doctor diciéndole no saber cómo estaba vivo, ya que 28 descargas son muchísimo más de lo que el cuerpo humano puede soportar. “Tuve un dios aparte que me sostuvo de la mano porque, aunque me podría haber muerto, me salvó la vida”. Y así fue como volvió a caer en el pozo, enterrado con más estudios, que todos daban los mismos resultados. Estaba mal, muy mal.
Los doctores decidieron que ya era hora de aceptar lo inevitable, después de acabar con todas las alternativas posibles. Necesitaba de un trasplante de corazón y lo necesitaba urgente. Así es como Carlos pasa de ser un visitante frecuente del hospital a mudarse a él. En la habitación de terapia coronaria del Sanatorio Parque de Rosario, más específicamente en la cama número seis, fue donde pasó la mitad del año 2021 hospitalizado, sujeto a tratamientos, con estudios y todo, tratando de no morir.
Apenas atravesó las puertas del sanatorio, la familia comenzó a averiguar exhaustivamente sobre el Incucai, el Instituto Nacional Central Único Coordinador de Ablación e Implante que impulsa, normatiza y coordina las actividades de donación y trasplante de órganos. Los médicos fueron quienes se encargaron de anotarlo en la lista de espera. Lo único que mantenía vivo a Carlos, aparte de la ayuda médica y aparatos, era la esperanza de que alguien se muriera para que él viviera.

Los días en el sanatorio pasaban lento; aunque estuviera cuidado por los médicos, los dolores no se detenían, ya que se había decidido que no le sacarían el DCI porque sería muy peligroso. Por ello tuvo que hacer del dolor a su compañero en este viaje. También se tenía que acostumbrar a ver a su familia por horarios y uno a la vez porque en esa época navegamos en medio de la pandemia.
— Y supongo que todo eso no ayudaba al aspecto emocional.
— No, no, no, por supuesto que no. Los días esperando en el hospital, me sentía frustrado y mal; estar internado en un hospital… eso no es para cualquiera. Pero bueno, no había otra forma, si no lo hacía me moría. Lo bueno es que en ese momento estaba acompañado por Cristian; algo de apoyo nos dábamos entre ambos.
Se me logra escapar una mini sonrisa cuando menciona el nombre y breves recuerdos atraviesan por un segundo mi mente, pero logro desaparecerlos y vuelvo a enfocarme en Carlos…
Los días pasaban casi tan rápido como la tortuga, en la famosa carrera con la liebre. Todo se había convertido en una aburrida y cansadora rutina, pero cuando de eso depende tu vida, se vuelve muy desesperante. La incertidumbre de no saber si mañana seguía vivo y el no poder ver a su familia con la excusa, totalmente razonable, de “te pueden contagiar algo”, lo destrozaba.
Los meses pasaron y todo seguía igual. Pero al cumplirse el séptimo mes, julio del 2021, en una tarde fría de invierno normal, un milagro, si es que se puede llamar así, ocurrió. A la familia de Carlos le llegó una llamada del sanatorio. Pensando en el peor de los escenarios, su mujer atendió el teléfono cargada con un rejunte de emociones, tantas que tenían el corazón en la garganta. La llamada dorada era de los médicos, que con la mayor alegría que se podría sentir en ese momento, les avisaron que… Había un corazón.
Cuando los doctores le terminaron de informar todos los detalles del trasplante, cortó la llamada. La primera reacción de su mujer fue llorar, llorar de felicidad, llorar por todo lo que venía aguantando. Sintió como el peso que venía acumulando todos estos meses en la espalda iba desapareciendo. Se tuvo que sentar para no caer al piso, porque estaba temblando, estaba estremecida, estaba feliz, aunque no sabía qué iba a ocurrir durante la cirugía. Cuando se pudo calmar un poco, agarró el celular y llamó a toda la familia para contarles, para poder compartir el torbellino de emociones y para poder decir, poder gritar, que ¡Había un corazón!
“El corazón, generalmente, el paciente se entera recién último; me enteré cuando estaba viajando hacia mí”. Las que se encargaron de traerle la noticia a Carlos fueron nada más y nada menos que “sus ángeles”, “sus cuidadoras”, como las llama él. La noche del mismo día que avisaron a su familia, ellas llegaron todas juntas como niñas pequeñas tramando algo, se acercaron a la cama y comenzaron a charlar como siempre.
“Yo notaba que algo raro pasaba, pero no me quería ilusionar porque la desilusión en esos casos no es una buena ayuda”. En un momento una comienza a derramar lágrimas y se le quiebra la voz; cuando Carlos pregunta qué sucede, todas se quedan calladas, reuniendo valor para no llorar. Mientras le dice que va a vivir, le dicen que tiene un nuevo corazón. Carlos, sin poder creerlo, se queda inmóvil mientras es abrazado por las enfermeras, María Centurión, Rocio Benítez y Nora Mendoza. En medio de todo ese claro de felicidad, Carlos recorre la habitación con la mirada perdida, pensando y asimilando en su cabeza que ese va a ser el recuerdo que se quiere llevar y que será uno de los últimos que vivirá allí.
“Yo escuché que aterrizó el helicóptero en el sanatorio; yo no lo vi, solo escuché el ruido del motor y esas cosas porque estaba en el segundo piso internado. Cristian sí lo vio cuando bajó el helicóptero”. El día que lo operaron fue el día siguiente que le avisaron; fue por la mañana, porque el corazón que estaba por recibir estaba viajando, dejando su antigua vida en Salta, resurgiendo de sus cenizas como un ave fénix que deja atrás las llamas para nacer de nuevo en un lugar desconocido.
Los preparativos antes de la cirugía fueron rutinarios, como cualquiera que se ve en un episodio de Grey’s Anatomy. Carlos no tiene muchos recuerdos de antes de entrar al quirófano. Lo único que sí puede contar son los sentimientos que vivió. Empezó primero con mucha ansiedad, acompañada de alegría e incertidumbre; después se fueron para dejar entrar a la desesperación, miedo y dudas. Cuando atravesó la puerta ya no sentía nada más que tranquilidad, porque a la mañana bien temprano se había despedido de su familia en una videollamada, deseando que todo saliera muy bien. Lo que sí se acuerda bien fueron esos minutos antes que lo sedaron donde miró el techo del quirófano y dijo muy por lo bajito: “Por favor, quiero vivir”.
Salió del quirófano a las dos del mediodía; al recuperar la conciencia, lo primero que logra visualizar son esas paredes blancas que conoce muy bien. Tarda unos segundos en descubrir que se encuentra en la sala post-operatoria. Trata de recordar algo de la cirugía, pero no lo logra. Comienza a rememorar el primer día donde le dio el paro y todo lo que lo llevó a estar donde está. Así que como está solo en la habitación, comienza a llorar, llora muy bajito y suelta pequeñas risas mientras trata de asimilar que está vivo.
Los siguientes días en la sala post-operatoria fueron largos, más que todo porque estaba rodeado de enfermeras verificando que su nuevo motor se adaptara bien. Pero a Carlos le daba igual porque sabía que tarde o temprano podría volver a su casa y con un poco más de tiempo a trabajar, juntarse con sus amigos e ir volviendo de a poco a la vida que había dejado. Por ello su actitud había subido y estaba totalmente comprometido a hacer lo que estuviera en sus manos para salir más rápido.
Una de las últimas semanas de julio lo liberaron. Llegaron sus dos doctoras, la Dra. Elisa Cerri y la Dra. Vanina Barranco, y entraron con una sonrisa de oreja a oreja a la habitación, acompañadas de dos globos en forma de corazón, de un color rojo muy cálido. Se acercaron a la cama y las dos le dijeron: “Carlos, tendrías que tener la valija ya lista si hoy a la tarde te vas”. Cuando escuchó las últimas palabras salir de las doctoras, su cara se iluminó y pegó un salto de la cama, yendo directo a abrazarlas. “Gracias, gracias, gracias por todo” fueron las únicas palabras que lograba formular. Después de una ronda de abrazos fue directo a la cama y comenzó a guardar la ropa dentro de su valija, feliz.
Al frenar el auto frente a esa casa de ladrillo visto, Carlos creía estar en un sueño, porque por más que se imaginara mil veces este momento, nunca estuvo cien por ciento seguro de que iba a vivirlo. Abrió la puerta del coche muy despacio; quería hacerlo todo lento para estar seguro de que era real. Salió del auto mientras su mujer abría las rejas negras para que pasara su hija mayor, que llevaba la valija. Carlos pasó las rejas y vio su patio delantero un poco más apagado de lo que lo recordaba; estaba en pleno invierno. Mientras caminaba para llegar a la entrada, justo en el marco de la puerta se detiene y trata de ver su sala y comedor desde allí.
Lo primero que entra en su campo de visión es el sillón bordó junto con la mesita de café marrón claro y dos silloncitos más chicos; en la televisión estaba pasando una película. En la cocina la ve a su hija, que se está sirviendo un vaso de jugo mientras busca algo para comer dentro de la heladera. Su mujer agarra la valija que estaba al lado de uno de los silloncitos y le dice que la va a llevar a su habitación, pero Carlos está tan pasmado que no le contesta. Tiene miedo de entrar y que todo se rompa, que se despierte y que no sea real. Cuando vuelve su mujer viéndolo ahí quieto, se acerca a agarrarle la mano, tira de ella suave en lo que Carlos acciona; ve la dulce sonrisa de su mujer que le dice “Dale, pasa, ya estás en casa”.
Las semanas en su casa las disfruta al máximo con su mujer, encuentra lo lindo en su rutina y aprecia las cosas que antes pasaba por alto. A las semanas comienza a darse cuenta de que vienen siendo muchos días que no se encuentra bien; se siente muy cansado y débil. Prefiere quedarse todo el día en cama; Alicia lo nota un poco más flaco, pero no quiere decírselo para no preocuparse. Carlos no quiere asimilar que algo le está pasando; no quiere volver a perder su vida ahora que la logró recuperar.
“Bajé mucho de peso, llegué a pesar 40 kilos; estaba muy, muy, muy delgado”. La noticia inevitable de que debía volver al sanatorio no tardó en hacer eco en cada rincón de la casa. Hace unos días su mujer, preocupada, llamó a los médicos que en los controles lo habían notado un poco débil, por lo que decidieron que lo mejor era que volviera al hospital. Carlos estaba frustrado y enojado consigo mismo porque la lucha había sido casi exitosa y persistente, y ahora tenía que regresar al sanatorio.

El viaje al sanatorio, en un día nublado y frío, se sintió como una metáfora de los desafíos por venir. En el asiento del auto, Carlos trataba de mantener la calma mientras Alicia, con una mirada de preocupación mezclada con esperanza, lo llevaba al sanatorio. Cada kilómetro se sentía más largo de lo normal, cada instante una mezcla de ansiedad y resignación.
Al llegar, los médicos lo recibieron con calidez; aunque en sus miradas se podía notar la tristeza, ellos esperaban no verlo más. Mientras Carlos se acomodaba en su habitación, el equipo médico revisaba los informes, ajustando el tratamiento y evaluando el plan a seguir. El día concluyó con un sentimiento agridulce: la tristeza de Carlos al volver a enfrentarse a lo que pensó que había dejado atrás. Y la esperanza de que el regreso al sanatorio sea el paso necesario para alcanzar la recuperación definitiva.
Carlos se encontraba en un estado tan débil que el simple acto de estar internado se había convertido en un desafío monumental. La desesperanza y el agotamiento se habían apoderado de él. Los cardiólogos, después de verlo así de delicado y demostrarlo con los resultados de los estudios, decidieron intervenir de manera decisiva. Se reunieron con su familia para comentarle la idea que tenían en mente: trasladarlo a un lugar menos convencional para realizar una rehabilitación. En un pintoresco pueblito llamado San Genaro Sur, provincia de Santa Fe.
Al informarle a Carlos, fue como otro balde de agua helada; nunca había escuchado de ese lugar; en el grupo de trasplantados que tenían, ninguno había ido. Le generaba desconfianza y miedo. Pero sabía que si sus doctores se lo recomendaban era porque se tenía que hacer; no había otro camino. Además de que ya no tenía fuerzas en las piernas ni para sostenerse unos minutos, sabía que estaba muy mal y sabía que si se quería recuperar tenía que ir. Así que a los días siguientes que le informaron, ya tenía sus valijas listas para ir.
El viaje hacia San Genaro Sur se sintió como un pasaje a un nuevo capítulo dentro de otro. El entorno, en contraste con el sanatorio de Rosario, ofrecía una calma casi terapéutica, la cual se convirtió en el escenario de su recuperación. Durante casi un año, enfrentó la tarea de reconstruir toda la fuerza de su cuerpo. De sus piernas en específico, había perdido tanto poder muscular que hasta el simple hecho de mantenerse en pie se volvía una lucha.
La rutina diaria estaba marcada por las sesiones con los kinesiólogos, que fueron cruciales para su recuperación. Cada día, con esfuerzo y determinación, trabajaba para recuperar lo que había perdido. Era un proceso lento, a menudo frustrante, pero cada pequeño avance se celebraba como una victoria. Con cada sesión, su cuerpo respondía un poco más y esa respuesta se transformaba en un rayo de esperanza.
Finalmente, después de un año de constante sacrificio, llegó el momento. Le dieron el alta y pudo regresar a su casa en Rosario. El regreso fue una mezcla de alivio y gratitud. Estar de nuevo en casa, acompañado por los kinesiólogos que lo habían acompañado en San Genaro Sur, fue un consuelo inmenso. Aunque la rehabilitación no había terminado, el camino estaba pavimentado para seguir adelante.
— Me fui recuperando porque, bueno, tengo ganas… Siempre tuve ganas de vivir, de seguir adelante, arrancar y avanzar. Las ganas de vivir son algo impresionante.
Es lo que me va diciendo mientras cierra los botones de su camisa azul marino, y la cicatriz va desapareciendo. Me sonríe dulcemente.
— ¿Tienes alguna pregunta más?
— No, no creo que tenga todo.
— Bueno, igual si te acordás de algo más, me decís, me mandás un mensajito para llamarme o me videollamás.
— Dale, sí, genial, Carlos. Muchas gracias, en serio.
Después de la entrevista me quedo un rato más en su casa, merendando con él y su mujer. Me cuentan cosas de su vida, me preguntan por la mía y me sueltan uno que otro chiste. Cuando estamos terminando, me llama mi primo que está afuera, así que me despido de Alicia y Carlos me acompaña a la puerta. Y allí me da un típico abrazo de abuelo y me agradece por la entrevista, diciendo que se siente honrado. Le devuelvo el agradecimiento y nos despedimos.
Me subo al auto mientras mi primo, Cristian, se baja a saludarlo; después de todo fue gracias a él que conocí a Carlos. Él fue su compañero de habitación en el sanatorio. Se quedan un rato hablando mientras yo empiezo a revisar las notas y leo la última frase que anoté.
Esas últimas palabras se me quedan grabadas en la mente. Las ganas de vivir… qué tan importante es eso, de querer seguir luchando y más cuando todo se complica. Las ganas de vivir cuando ni siquiera sabes qué te depara, sabiendo que lo estás haciendo a costa de alguien más.

Me quedo pensando en la paradoja de su lucha, en cómo la vida se reinventa a través de la pérdida de otra. En la intensidad de su deseo de seguir adelante, encuentro un reflejo de la fragilidad humana y el valor inmenso de la esperanza. Es un recordatorio de que, en medio del dolor y la incertidumbre, las ganas de vivir son lo que nos impulsa a superar lo imposible, incluso cuando el precio es demasiado alto. En cada latido, en cada respiración de Carlos, hay una historia de resiliencia y de vida que persiste.